Cultura

Avelino Arredondo, de Borges

El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.


Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la
manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen
su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con
Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía
preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal
vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a
la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires,
estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba
el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas,
Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él
por tacaño.


Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no
lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a
nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia;
Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que
se había afiliado al partido, no dijo nada.

Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le
previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía
costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido
porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo
buscará que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero
lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.


Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba
con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de
introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y
que no concluyó.