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Cultivaba la pasión, por Javier «tigrillo» Vallejo

Érase un escritor que se dedicaba a escribir cartas a sus amigos, había aprendido a cultivar ese oficio, de niño observaba como su padre le escribía cartas a su madre. Cultivaba la pasión que tienen los enamorados y su infancia había transcurrido en un pueblo de Ucrania con paisajes blancos y calles antiguas. Siempre mostraba jovialidad y sentía una extraña atracción por la biblioteca. Cuando entraba pensaba que en cada hoja libresca descubría un maravilloso mundo. Su obra favorita era La Odisea y su héroe soportaba las tentaciones de las sirenas.

En esos instantes iban tejiendo una imaginación. Usaba un abrigo y desde joven le creció el bigote, dejaba un poco larga su melena para aparentar más edad. Ese había sido el consejo de su viejo. En esos pueblos las lecciones tienen valor. Llegaba a San Petersburgo para volverse el mejor escritor, se hace amigo de Pushkin, un poeta que le enseñaba a no vivir enojado. Se hizo maestro de historia y sus pupilos lo abrazaban en señal de cariño. Les sembraba virtudes imborrables.

Se extraviaba en las lecturas y otros días caminaba hasta un río y escuchaba sus sonidos. Las personas más interesantes son de apariencia sencilla. Aconsejaba que las personas no se endeudaran para aparentar algo que no eran y la poesía debe ser la primera luz del alba. “El destino de los poetas no siempre es el mismo. Uno está destinado a ser un fiel espejo y un eco de la vida, y para ello recibe un talento versátil y descriptivo”.