CulturaLado B

El amigo de Virginia Woolf 2

Mi poema es una bufanda

Su habitación tenía libros y su escritorio repleto de manuscritos. Virginia pensaba que las mujeres debieran tener su habitación propia. Una mujer es libre y debe cumplir sus sueños. Mientras charlaban un gato paseaba y los rayos del sol le daban calor. El poeta estaba atento a los detalles y la escritora disertaba recordando su pasado. Además, ironizaba diciendo que su padre criticaba los libros de Aristóteles y que no había sido tan mal maestro de Alejandro Magno.

Yo soy lo que he inspirado

Virginia le daba un trago a su té y platicaba sobre su infancia, argumentaba que no todas las historias son biografías. Hay dolores que habitan en la profundidad. Mientras lo decía, en sus ojos brillaba la melancolía. La señora tenía el humor de los franceses cuando sonreía. A pesar de la tragedia, se percibía que disfrutaba la charla. Pensaba que las personas de Oviedo se dedicaban a torear y mientras tanto Miguel le exponía que desde niños trabajaban con los toros, los dos se carcajeaban. Le servía otra taza de té. Su cortesía no tenía límites.

Era placentero su entonación cuando citaba un poema, la tristeza era parte de sus pasiones. El poeta Miguel Ángel estaba impresionado de la delgadez cadavérica de Virginia, aquello le producía una ferviente atracción. Simplemente se sentía afortunado de charlar, su elegancia y juicio no tenía nada que ver con las mujeres victorianas. Después de eso, se disculpaba y salía de la habitación, se dirigía hacia el jardín y por la ventana veía que la escritora tomaba aire.

Al regresar se disculpaba y decía que era importante ser hospitalaria con los lectores. Verdaderamente era cierto, sonreía con sinceridad y brillaban sus ojos. El poeta pensaba que los defectos de Virginia eran atractivos, abrir el corazón era algo que enaltecía el alma. El amor era ciego y Leonard lo sabía. La señora Woolf trabajaba escribiendo y en su oficio se fue tejiendo una vida artística. No veía la realidad, en su locura estaba la pasión.