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El Chéjov de su ciudad, por Javier «tigrillo» Vallejo

Cuando pasaba por las librerías no volteaba porque le daba miedo encontrarse con su retrato en alguna portada. Sentía las miradas cuando caminaba, no quería ser el Chéjov de su ciudad. Fingía ser distraído y no charlaba con nadie. Compraba la prensa para hojearla y se mostraba atento a observaba a la gente que caminaba apresuradamente. Le gustaba ver los edificios viejos, darle de comer a su gato, sentarse en su escritorio para escuchar música, escuchar el ruido de los aviones y los trenes. El sonar del teléfono le distraía por un instante y su gato le inyectaba armonía.  Disfrutaba los inviernos y de caminar por el centro histórico.

Su ruta era una cafetería que estaba retirada. Eso le permitía liberar tensión y mal humor. Se divertía escuchando a los pájaros y cuando caía la tarde recordaba anécdotas. Vivía en una casa desordenada y con libros en todas las habitaciones. La mayor parte de sus obras estaban en la ventana, como una decoración intelectual. La música clásica era un ruido lírico que aumentaba su memoria y le quitaba el estrés. En los pueblos raros los escritores se sientan en cafeterías para observar las nubes y cargarse de genialidad. Leer a Peter Handk es conocer a los escritores que saludan de mano. Su personalidad hace que te apartes de la realidad, donde la lectura y los libros son decoraciones de ventana. El ruido que producen sus fabulaciones me recuerda la infancia, el amor a las historias eran el pan de cada día.