CulturaLado B

El extraño 4, de Howard Phillips Lovecraft

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo
insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía
compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias
maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como
asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante
perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, extendíase a
mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme,
separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y
columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado
capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Medio inconsciente,
abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente,
persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso
descubrimiento de momentos antes podía detenerme.

No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba
resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué
era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a
medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie
de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo
fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras
abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que
sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una
senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río
cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente
mucho tiempo atrás desaparecido.


Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente
era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran
parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo
lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias
de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se
erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el
máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de
esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las
francachelas.