CulturaLado B

El extraño, de Howard Phillips Lovecraft

Infeliz es aquél a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza.
Desgraciado aquél que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y
lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos
volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y
grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas
sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido,
el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente
satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez
que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro. No sé dónde nací, salvo
que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos
cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de
los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier
se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones
muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme
mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que
esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola,
una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido,
pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado
muro poco menos que imposible de escalar.