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El Pelos

En el año de 1965, cuando aún estudiaba el cuarto año de Leyes, se cometió en Saltillo un crimen aterrador. Una pareja, el señor y la señora Rueda, fue asesinada con un clavo de vía de tren. El señor Rueda era muy conocido pues manejaba un taxi, uno de los pocos que existían en nuestra pequeña ciudad.

El asesinato despertó la ira de todos los ciudadanos y se pedía justicia a todos los niveles de la sociedad, máxime que por esos días tendríamos la visita del presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, y con esa amenaza de venir a vernos, a las autoridades les urgía encontrar al culpable del crimen para que no hubiera «denuncias» ante la máxima autoridad de la nación.

En esas circunstancias, obvio, las autoridades lograron encontrar al criminal con una velocidad sorprendente. Resultó ser un tipo borracho, drogadicto y sin trabajo. Para colmo, era conocido por sus antecedentes, y le decían «el Pelos». En pocas horas confesó el crimen, sin que pudiera dar señales del arma con que los acabó, ni pudo dar direcciones de dónde había cometido el terrible homicidio ni el motivo para hacerlo, ni supo tampoco qué había robado.

Obviamente, también, ningún abogado ni despacho de abogados aceptó defenderlo. Ante tal situación, y teniendo en cuenta nuestra juventud, nuestra creencia en la justicia y en la carrera que estudiábamos, decidimos un grupo de compañeros y yo, con todo nuestro valor, ofrecernos a defender al Pelos, sin cobrar un solo centavo.

Éramos seis compañeros los que nos reunimos. Con nuestras creencias por delante, con lo recién aprendido en nuestra carrera y con nuestro maestro de Derecho Penal como Procurador del Estado, aquel caso nos parecía fácil de ganar, probando la inocencia del Pelos.

Nos entrevistamos con el acusado en la penitenciaria (en la calle de Castelar, en Saltillo, en donde ahora está la Secretaría de Finanzas), y todos quedamos convencidos de la inocencia del pobre Pelos. Llegué a comer a mi casa y muy nerviosos mis papás me comentaron que les había hablado don Pancho, el director de la Escuela de Leyes, para decirles que nos abstuviéramos de participar en ese juicio penal pues el Pelos era culpable del abominable crimen. Me comuniqué con mis compañeros para platicarles y me encontré con que ya todos sabían del mensaje de nuestro director, pues a todos les habían hablado a sus casas o habían hablado con ellos personalmente. Aquel detalle reforzó nuestro convencimiento de la inocencia del Pelos.

Al día siguiente, el Procurador de Justicia del Estado (como ya apunté, maestro nuestro de Derecho Penal), habló con todos nosotros y nos «recomendó» que no nos metiéramos en este turbio asunto pues ya el Pelos había confesado su crimen, y por ese entonces la confesión era la reina de las pruebas. Indignados, salimos de su oficina, y nuestra convicción de continuar con aquella defensa se refrendó.

Un día después, al juntarnos para ir al juzgado, comentamos los seis compañeros que habíamos notado que, a unas horas a unos y a otras horas a otros, nos había seguido, de manera nada discreta, el jefe de la Policía, el famoso señor Santana. Famoso porque sus oficinas estaban en Palacio de Gobierno (se entraba por la puerta de la calle de Juárez) y más célebre aún porque se rumoraba que torturaba a los presos con la «silla eléctrica». Se trataba de una silla de fierro, donde sentaban desnudo al futuro culpable, echaban agua al suelo y le aplicaban al metal alambres conectados a la electricidad. Con no más de tres sentadas se agotaba la inocencia de cualquier sospechoso y repentinamente aparecía su culpabilidad.

Al saber que nos seguía tan conocido y respetado funcionario, nos confesamos unos a otros que eso sí nos daba miedo, pero la publicidad que se había hecho en torno al caso, y de nosotros como participantes en la defensa, era tal, que nos daba más miedo el ridículo público si nos echábamos para atrás.

Llegamos al juzgado y una persona que estaba ahí pidió hablar con nosotros. Nos dijeron que era el hermano del Pelos, que vivía fuera de Saltillo. Los del grupo tuvimos una reunión, ahí en el lobby de la cárcel (al lado estaba el juzgado, cuyo juez también era maestro de nosotros y nos negaba la palabra, aun habiendo seleccionado a un representante como única voz de nosotros, según su consejo-instrucción). Total, terminamos hablando con el hermano del Pelos, que era dos veces más grande y un hombre más impactante. En voz baja nos dijo que, si lo íbamos a defender, teníamos que sacarlo de la cárcel o él mismo se encargaría de cada uno de nosotros; que lo pensáramos muy bien antes de continuar. Le pedimos nos dejara platicarlo un momento entre nosotros. Él volvió a repetirnos que lo pensáramos muy bien.

Nos fuimos hacia el otro rincón del lobby de la penitenciaria y, al unísono, todos decidimos retirarnos, pues esta amenaza sí nos llegó al alma.

Regresamos con el tipo y le comunicamos nuestra decisión: pensábamos que un abogado ya recibido podría defender mejor a su hermano. Y él lo entendió.

Entramos al juzgado y hablamos con el juez, quien también entendió nuestras razones. Los seis compañeros salimos a tomar un café, a justificar nuestro temor y a decirnos que habíamos hecho bien al dejar la defensa del Pelos a un penalista profesional.

La prensa, nuestras familias, los profesores, los compañeros, nuestro director y nuestro procurador, como nuestro juez, todos comprendieron nuestra abnegada y sacrificada decisión.

En esos momentos pensé que era mejor estudiar otra carrera.

Algunos de nuestros compañeros sí lograron destacar profesionalmente en Derecho.