Inspirar amor es para ellas una tontería; asustar a la gente es una alegría. Tal vez a
orillas del Neva visteis a semejantes damas. Observé a otras caprichosas que, entre
los obedientes admiradores, escuchaban orgullosas e indiferentes los suspiros
apasionados y las alabanzas. Ellas asustaban al tímido amor con dura conducta y
luego sabían atraerlo de nuevo, aunque no fuera más que por compasión. Por lo
menos, al joven amante, en su ciega credulidad, parecíale que el son de la voz era en
ocasiones más dulce, y entonces corría tras la linda frívola.
Pero a vosotras, coquetas de profesión, yo os quiero aunque esto sea un pecado.
Las sonrisas, las caricias, las prodigáis a todos, en todos fijáis amables miradas, y a
quien no crea las palabras le aseguráis un beso; quien os quiere es libre y triunfa.
Antes también yo me ponía contento con una mirada de vuestros ojos; ahora os
respeto. Enfermo por la fría experiencia, yo mismo estoy dispuesto a ayudaros, pero
como por dos y duermo toda la noche.
¿De qué es culpable Tatiana? ¿Acaso porque con inocente sencillez no ve el
engaño? ¿Acaso porque ama aún sin artificios, obediente a la inclinación de sus
sentimientos, porque es tan crédula, porque fue dotada por el cielo de revoltosa
imaginación, cerebro y voluntad firmes, corazón sensible e inflamable? ¿Es posible
que no le perdonéis la ligereza de sus pasiones? ¡Oh jóvenes! Vosotras, que amasteis
sin el permiso de vuestros padres y guardasteis vuestro sensible corazón para las
tiernas sensaciones, la alegría, la dulce indolencia; vosotras, que arrancasteis a
escondidas el lacre de la carta secreta del amante, o que tímidamente entregasteis en
manos osadas el bucle sagrado, o hasta aceptasteis, todas llorosas con inquietud en la
sangre, un beso tembloroso de amor en el momento de la despedida amarga. No
critiquéis con dureza a mi bella Tatiana, no repitáis con indiferencia la decisión de los
jueces afectados. En cuanto a vosotras, jóvenes sin tacha, a quienes hay asusta tanto
como el invierno la conversación del vicio, os aconsejo lo mismo. ¿Quién sabe? Tal
vez también os consumiréis de tristeza fogosa, y mañana el frívolo rumoreo añadirá
al héroe de moda una nueva conquista de amor.
La coqueta razona con sangre fría: Tatiana quiere de verdad y se entrega al amor
como una niña dócil. No se dice: «Lo aplazaré, así tendrá más valor mi amor y podré
atraerlo con más seguridad a mis redes; primero picaré su vanidad con esperanzas,
después le torturaré el corazón con irresoluciones, más tarde le avivaré con celos; si
no, el astuto cautivo, cansado de gozar, estará deseando soltar las cadenas». Preveo
todavía una dificultad: sin duda alguna, tendré que traducir la carta de Tatiana para
salvar el honor de mi patria. Ella sabía mal el ruso, no leía nuestras revistas y hablaba
con dificultad su lengua natal; por eso escribía en francés. ¡Qué se va a hacer! Os
digo nuevamente que hasta hoy día el amor de una dama no se confiesa en ruso;
nuestro orgulloso idioma no se presta a la prosa corriente. Observaréis, cerebros
serios, que para el farfulleo ajeno hemos despreciado mucho el tesoro de nuestra
lengua natal; nos gustan las obras de las musas extranjeras y no leemos nuestros
libros. Pero ¿en dónde están? Dádnoslos. Los sonidos del Norte acarician
naturalmente mi oído, acostumbrado a ellos; mi espíritu eslavo los ama; con su
música se calman las torturas de mi corazón. Pero el poeta sólo aprecia los sonidos.
¿Dónde, pues, encontraremos las primeras nociones y las primeras ideas? ¿Dónde
verificaremos el destino del mundo? Ni en las salvajes traducciones ni en las
creaciones retrasadas, en las que la inteligencia y el espíritu ruso repiten lo que ya se
sabe y mienten por dos. Nuestros poetas, o traducen, o se callan. Un periódico está
lleno de alabanzas empalagosas, el otro de críticas mezquinas, todos dan ganas de
bostezar y casi traen sueño. ¡Bueno es el Selicon ruso!