Ya está lleno el teatro; resplandecen los palcos; el parterre y la platea burbujean;
en el impaciente gallinero aplauden. Al levantarse el telón, aparece Itsomina,
brillante y vaporosa, rodeada de ninfas y obediente al mágico arquillo del violín. Con
un pie roza apenas el suelo, con el otro gira lentamente; de pronto da un salto y un
instante después vuela como el plumón a los sones de Eolo. Su esbelto talle se
cimbrea mientras bate una pierna con otra. Todos aplauden. Onieguin entra y se abre
paso entre las butacas, pisando de continuo. Dirige los impertinentes hacia los palcos
de las damas desconocidas, recorre con la mirada todos los pisos; no le gustan las
caras ni los atavíos. Por todos lados saluda a caballeros, con displicencia echa una
mirada a la escena, da la vuelta, bosteza y piensa: «Ya es hora de variarlos a todos: he
soportado durante mucho tiempo el ballet; pero hasta Didlo me cansa».
En la escena saltan todavía los amores, demonios y serpientes…
La gente no termina de patalear, toser, sisear, aplaudir. En los vestíbulos dormitan
los lacayos, envueltos en sus pellizas; por todas partes brillan faroles; los caballos,
arrecidos, piafan, cansados de la espera, y los cocheros, alrededor del fuego, insultan
a sus amos y dan palmadas. Pero ya salió Eugenio; va a su casa para cambiarse de
traje.
Me gustaría pintar un cuadro exacto del solitario gabinete en donde Onieguin,
alumno ejemplar de la moda, se viste, se desviste y se vuelve a vestir. Todo lo que
vende Londres, meticuloso en los abundantes caprichos, y que a través de las olas del
Báltico nos trae a cambio de madera y tocino. Todo cuanto en París un gusto ávido
inventa para el entretenimiento, el lujo y lo superfluo de la moda, todo adornaba el
cuarto de este filósofo de dieciocho años. Pipas de ámbar de Constantinopla, objetos
de porcelana y bronce sobre la mesa, delicias para los gustos refinados, perfumes en
frascos de cristal, peines, limas de mesa, tijeras rectas y torcidas, treinta clases de
cepillos para las uñas y para los dientes.