Mira en torno suyo. Una suave luz invade la habitación: es el rayo rosado
de la aurora que luce a través de los cristales. La puerta se abre, Olga entra,
ligera cual golondrina y más sonrosada que la aurora. «Dime —le pregunta
—, ¿A quién viste en sueños?». Tatiana, en la cama, no le hace caso, ni le
contesta siquiera; está hojeando un libro que no expone ni las dulces
facciones del poeta, ni sabias verdades, ni bellas descripciones. Pero ni
Virgilio, ni Racine, ni Scott, ni Byron, ni Séneca, ni siquiera una revista de
modas la hubieran podido enajenar de tal manera como el libro que leía. Este
era de Martín Zadiedka, ¡amigos míos! El maestro de los sabios caldeos,
astrólogo y adivinador de los sueños.
Un día, un vendedor ambulante trajo a aquella sociedad esta profunda
creación que por fin cedió a Tania, junto con un destrozado Malvina, por tres
rublos y medio, tomando, además, por ellos un libro de fábulas populares,
una gramática, dos Petrarcas y el tercer tomo de Marmontel. Desde entonces
Martín Zadiedka fue el autor predilecto de Tania. Él la consuela de todas sus
penas y duerme siempre junto a ella.
Está atormentada por el sueño, y no logra hallar su terrible significado. Nerviosa
busca en el índice por orden alfabético la interpretación de los vocablos: pinar,
tormenta, cuervo, pino, erizo, oscuridad, puentecillo, oso, ventisca, etc. Martín
Zadiedka no resuelve sus dudas; pero el siniestro sueño le predice trágicas peripecias,
y durante algunos días sigue bajo su terrible influjo.
Mas he aquí la mano sonrosada de la aurora que trae el sol y con él el alegre día
del santo de Tatiana. Desde por la mañana la casa de los Larin se llena de invitados;
llegan familias enteras de vecinos, en vosok, carretelas, kibitkas y trineos. En el
recibimiento todo es alboroto; al salón llegan cada vez más visitas, y se oyen risas,
ladridos de perritos, sonoros besos de las jóvenes con apreturas en el umbral, chocar
de talones en las reverencias, gritos de las nodrizas y lloros de los niños. Llegan
Tolstoi, Pustakoff, con su linfática esposa; Gvozdin, excelente terrateniente, poseedor
de hambrientos campesinos; Petuchkoff, petimetre provinciano; mi primo hermano
Buyanoff, con su gorra de visera; los Skotini, matrimonio calvo, con niños de todas
las edades, desde los treinta hasta los dos años; Elianoff, consejero retirado, que era
un viejo granuja, cotillo, glotón, bromista y hasta venal. Con la familia de Pánfilo
Jarlikov viene monsieur Triquet, recién llegado de Tambov, también bromista, que
lleva gafas y peluca pelirroja. Como buen francés, Triquet trae en el bolsillo un cuplé
para Tatiana sobre una tonada muy popular entre los niños: Reveillez-vous, belle
endormie. Entre las antiguas canciones de un almanaque se encontraba este cuplé que
Triquet, poeta adivinador, sacó a relucir; y sin ninguna vacilación transformó el belle
Ninna de la canción en belle Tatiana. Desde la cercana aldea llega ahora el
comandante del batallón, ídolo de las señoritas entradas en años y alegría de las
madres provincianas. Al entrar anuncia esta gran noticia: el coronel envía una
orquesta del regimiento. ¡Qué alegría! Habrá un baile. Los jóvenes saltan
anticipadamente de contento. Pero ya está servida la mesa. Cogidas de la mano, las
parejas se dirigen hacia el comedor. Las señoritas se apresuran alrededor de Tania; los
caballeros, al frente de ella; santiguándose, los invitados se sientan a la mesa en
bulliciosa turba.