CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 45

Al principio de mi novela (mirad mi primer capítulo) yo había querido describir

un baile de Petersburgo, al ejemplo de los de Albane; pero, distraído por sueños

vacíos, me entretuve con el recuerdo de las piernas de las damas que conozco. ¡Oh

piernecitas! ¡Por vuestras sutiles huellas no es difícil extraviarse! Con el fin de mi

juventud, que fue traicionada, ya es hora de que me vuelva más inteligente y me

perfeccione en los argumentos y en el estilo, de que limpie este quinto capítulo de

todo lo superfluo.

Variado y extravagante, como el torbellino de la vida joven, resuena el vals

sonoro. Las parejas giran un tras otra. Onieguin ríe para sí, se aproxima a Olga —

llegó la hora de la venganza— y empieza a dar vueltas con ella junto a los invitados;

luego la sienta en una silla y se pone a hablarle de diversos temas. Dos minutos

después vuelve a bailar el vals con ella. Todos se quedan pasmados; el propio Lenski

no da crédito a sus ojos.

En este momento tocan una mazurca. Antes, cuando el son de la mazurca

retumbaba en la enorme sala, todo temblaba; el parquet crujía bajo los tacones, y los

cristales de las ventanas trepidaban. Ahora es distinto: nosotros nos deslizamos, como

las damas, por el suelo encerado. Pero en las ciudades provincianas y en los pueblos

la mazurca conserva aún su primitiva belleza; los saltos, los tacones y los bigotes

siguen igual, no han sido cambiados por la atrevida moda, tirano de los rusos

modernos. Así, pues, los tacones o, mejor dicho, las herraduras de Petuchkoff —

oficinista retirado—, arman un ruido espantoso; los tacones de Buyanoff, con su

peso, casi rompen el parquet a su alrededor. El estrépito, el crujido, el galopar de los

tacones, todo se sucede por turno. Cuanto más penetramos en el bosque, más leña

encontramos. Los jóvenes se lanzan al baile con el ardor propio de sus años. ¡Más

ligeramente! ¡Si no, vais a pisar los piececitos de las damas!

Mi amigo, el atrevido Buyanoff, se acerca a nuestro héroe con Tatiana y Olga,

que Onieguin escoge enseguida para el baile. La conduce indolentemente, e,

inclinándose, le susurra con ternura un madrigal de lo más vulgar, apretándole la

mano. El amor propio de la joven siéntese halagado, y una ola de rubor sube a su

rostro. Lenski lo ve todo, arde de ira, y, en su celosa indignación, el poeta espera el

final de la mazurca para invitarla al cotillón. Pero ella no puede… ¿No puede? ¿Y por

qué? Olga ya se lo ha prometido a Onieguin. ¡Oh santo Dios! ¿Qué es lo que oye?

¿Pudo ella…? ¿Es posible? Tan joven, y ya es una coqueta, ya conoce la traición y el

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engaño. Lenski no tiene fuerzas para soportar el golpe; maldiciendo las travesuras

femeninas, sale, pide su caballo y rompe a galopar.

Nada más que un par de pistolas y dos balas pueden decidir su suerte.