Al principio de mi novela (mirad mi primer capítulo) yo había querido describir
un baile de Petersburgo, al ejemplo de los de Albane; pero, distraído por sueños
vacíos, me entretuve con el recuerdo de las piernas de las damas que conozco. ¡Oh
piernecitas! ¡Por vuestras sutiles huellas no es difícil extraviarse! Con el fin de mi
juventud, que fue traicionada, ya es hora de que me vuelva más inteligente y me
perfeccione en los argumentos y en el estilo, de que limpie este quinto capítulo de
todo lo superfluo.
Variado y extravagante, como el torbellino de la vida joven, resuena el vals
sonoro. Las parejas giran un tras otra. Onieguin ríe para sí, se aproxima a Olga —
llegó la hora de la venganza— y empieza a dar vueltas con ella junto a los invitados;
luego la sienta en una silla y se pone a hablarle de diversos temas. Dos minutos
después vuelve a bailar el vals con ella. Todos se quedan pasmados; el propio Lenski
no da crédito a sus ojos.
En este momento tocan una mazurca. Antes, cuando el son de la mazurca
retumbaba en la enorme sala, todo temblaba; el parquet crujía bajo los tacones, y los
cristales de las ventanas trepidaban. Ahora es distinto: nosotros nos deslizamos, como
las damas, por el suelo encerado. Pero en las ciudades provincianas y en los pueblos
la mazurca conserva aún su primitiva belleza; los saltos, los tacones y los bigotes
siguen igual, no han sido cambiados por la atrevida moda, tirano de los rusos
modernos. Así, pues, los tacones o, mejor dicho, las herraduras de Petuchkoff —
oficinista retirado—, arman un ruido espantoso; los tacones de Buyanoff, con su
peso, casi rompen el parquet a su alrededor. El estrépito, el crujido, el galopar de los
tacones, todo se sucede por turno. Cuanto más penetramos en el bosque, más leña
encontramos. Los jóvenes se lanzan al baile con el ardor propio de sus años. ¡Más
ligeramente! ¡Si no, vais a pisar los piececitos de las damas!
Mi amigo, el atrevido Buyanoff, se acerca a nuestro héroe con Tatiana y Olga,
que Onieguin escoge enseguida para el baile. La conduce indolentemente, e,
inclinándose, le susurra con ternura un madrigal de lo más vulgar, apretándole la
mano. El amor propio de la joven siéntese halagado, y una ola de rubor sube a su
rostro. Lenski lo ve todo, arde de ira, y, en su celosa indignación, el poeta espera el
final de la mazurca para invitarla al cotillón. Pero ella no puede… ¿No puede? ¿Y por
qué? Olga ya se lo ha prometido a Onieguin. ¡Oh santo Dios! ¿Qué es lo que oye?
¿Pudo ella…? ¿Es posible? Tan joven, y ya es una coqueta, ya conoce la traición y el
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engaño. Lenski no tiene fuerzas para soportar el golpe; maldiciendo las travesuras
femeninas, sale, pide su caballo y rompe a galopar.
Nada más que un par de pistolas y dos balas pueden decidir su suerte.