CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 51

Ya brillan las pistolas en sus manos, introducen las balas en el cañón, y los dedos

se aproximan al gatillo por primera vez. La pólvora entra en chorro gris. El almenado

sílex es colocado de manera más segura, y ya apuntan. Guillot, algo turbado, se pone

detrás de un tronco cercano. Zaretski mide con exactitud minuciosa treinta y dos

pasos, se lleva a los dos amigos a distintos lados, al borde de la raya, y cada uno coge

su pistola.

—Acercaos ahora.

Sin apuntar todavía, os dos amigos, con sangre fría y paso seguro, pausados y

serenos, da cuatro pasos, cuatro escalones mortales. Entonces Eugenio empieza a

apuntar tranquilamente, sin dejar de andar. Ya han dado cinco pasos, y Lenski,

guiñando el ojo izquierdo, también se dispone a apuntar. Pero en ese mismo instante,

Onieguin dispara. Suena la hora fatal y el poeta deja caer la pistola en silencio.

Quedamente se lleva la mano al pecho y cae. La turbia mirada representa la muerte y

no el dolor. Es cual bloque de nieve que, iluminado por los destellos del sol, rueda

por el declive de la montaña. Momentáneamente Onieguin se queda helado, pero

enseguida corre hacia el joven, le mira, le llama… Es en vano, porque ya no existe.

El poeta encontró su fin eterno. Se calmó la tempestad, se esfumó la encantadora luz

en el alba, se apagó el fuego en el altar.

Reposaba inmóvil, y era extraña la triste expresión de su cara. La bala le había

atravesado el pecho; la sangre, humeando, salía de la herida. Unos momentos antes,

en este corazón palpitaban la inspiración, el rencor, la esperanza y el amor; la sangre

hervía y la vida florecía. Ahora, igual que en una casa desierta, todo está tranquilo y

oscuro; se ha callado para siempre. Las persianas están cerradas, las ventanas están

blanqueadas con creta, la dueña está ausente. ¿Dónde se encuentra? ¡Dios lo sabrá!

Sus huellas han desaparecido.

Es agradable hacer rabiar a un imprudente enemigo con un epigrama insolente; es

agradable observar cómo, bajando tercamente los rebeldes cuernos, se ve sin querer

en el espejo y le da vergüenza reconocerse. Todavía es más agradable, amigos,

cuando al verse exclamaba sin mesura: «Este soy yo». Aún es más agradable

prepararle en silencio un ataúd honrado, y con calma apuntar a su pálida frente, a una

distancia conveniente. ¡Pero mandarle al otro mundo no puede ser agradable!

Si tu pistola ha matado a un amigo porque te miró, porque te contestó con

impertinencia o por cualquier tontería así, por haberte ofendido cuando bebía o hasta

por haberse provocado orgullosamente a duelo en un arranque de despecho, dime:

¿Qué sentimiento se hubiera apoderado de tu alma al verle inmóvil en el suelo, ante

ti, con la muerte en el rostro que se entumece, sordo y mudo a tus llamadas

desesperadas?

Con la angustia de los remordimientos en el corazón, apretando la pistola en la

mano, Eugenio mira a Lenski:

—Pues sí. ¡Está muerto! —exclama el vecino—. Muerto.