Lado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 6

En los días alegres y placenteros también yo me volvía loco por el baile; no hay

lugar más seguro para una declaración y para la entrega de una carta. ¡Oh respetables

maridos! Voy a ofreceros mis servicios; os ruego que tengáis en cuenta mis consejos;

os quiero advertir, igual que a vosotras, mamás: sed más severos, observad mejor a

vuestras esposas e hijas, mantened firmes vuestros impertinentes; si no, si no…,

¡Dios os libre! Yo escribo esto porque ya no peco hace mucho tiempo. ¡Ay de mí!

Malgasté mucha vida en tantas diversiones; pero, si no fuera por las austeras

costumbres, aun ahora me gustarían los bailes. Me encantan la juventud jovial, el

bullicio, el lujo, la alegría, los atavíos complicados de las damas. Adoro sus

piernecitas, aunque no es fácil encontrar tres pares de piernas hermosas en toda

Rusia. ¡Ay, durante mucho tiempo yo no pude olvidar dos piernecitas! Triste y

desencantado, todavía me acuerdo de ellas y en sueños me perturban el corazón.

¿Cuándo y dónde, en qué desierto las olvidarás, insensato? ¡Ay, piernecitas,

piernecitas! ¿Dónde estáis ahora? ¿En qué sitio pisáis las flores eternas?

Acostumbradas a la delicadeza de Oriente, no habéis dejado huellas en la triste nieve

del Norte. Os gustaban las mullidas alfombras y sus contactos soberbios. Hace mucho

tiempo que por vosotras olvidé la sed de la gloria y de los elogios, la tierra de mis

padres y la reclusión. Desapareció la felicidad juvenil a la par que vuestras ligeras

huellas de los prados.

El pecho de Diana y las mejillas de Flora son encantadores, queridos amigos; sin

embargo, la piernecita de Terpsícore tiene más encantos para mí, promete a la mirada

una recompensa inapreciable, atrae con su belleza ideal los más caprichosos deseos;

la quiero, amiga Elvina, bajo el largo mantel de la mesa, sobre el verdor de los prados

en primavera, ante el hierro de la chimenea en invierno, en el suelo de la sala

encerado como un espejo, al lado del mar, en la roca de granito. Me acuerdo del mar

antes de la tormenta. ¡Cómo envidiaba a las olas que corrían impetuosas a tenderse

con amor a sus pies! ¡Cuánto deseaba yo entonces rozar con mis labios sus lindos

pies al par que las olas! No, nunca en los ardientes días de mi juventud fogosa deseé

yo con tanto sufrimiento besar los labios de Armida, las rosas ardientes de sus

mejillas o sus lánguidos senos. ¡No, nunca desgarró tanto mi alma el ímpetu de la

pasión! Recuerdo otros tiempos, a veces en secretos ensueños, sujeto a la dicha por el

estribo, y siento la piernecita entre mis manos. Mi imaginación hierve de nuevo, su

roce enciende la sangre de mi corazón marchito y vuelve el tedio, el amor… Pero

basta ya de glorificar bellezas altaneras con mi lira charlatana; no son dignas de las

pasiones ni de los cantos que inspiran sus palabras encantadoras, y sus miradas

engañan igual que sus piececitos.