Se dedicó de nuevo al ocio, languideció por el vacío de su alma, se sentó con la
loable intención de apropiarse de la ciencia ajena; sobre el estante colocó una fila de
libros; leía, leía, mas todo sin provecho. Este es aburrido, aquél contiene desengaño y
extravagancias, el uno carece de conciencia, el otro está desprovisto de sentido; los
clásicos son anticuados, los modernos deliran de vejez; todos, bajo diferentes
aspectos, son pesados. Abandonó los libros, como hiciera antes con las mujeres, y
corrió la cortina negra, en señal de luto, sobre la estantería cubierta de polvo.
Como él, me liberé del peso de los prejuicios sociales, abandoné las vanidades y
por aquella época me hice amigo suyo. Me gustaban sus rasgos, su voluntaria
inclinación por soñar, su original rareza y su temperamento áspero y frío. Yo estaba
amargado; él, sombrío. Los dos conocíamos el ardor de las pasiones; la vida nos
aburría a ambos; en nuestros corazones se había apagado el fuego; a los dos nos
esperaba la maldad de la ciega Fortuna y de la gente desde el principio de nuestros
días. Todo era triste, penoso y doloroso. Pero en la lucha venció mi inteligencia; mi
suerte se unió voluntariamente a su destino desconocido. Desanimó el entusiasmo de
mi pensativa juventud; pero yo encontraba en sus charlas una dulzura indecible. Me
puse a ver con sus ojos; mis palabras tomaron el son de su triste habla. Descubrí el
pobre tesoro de la vida a cambio de los errores pasados de fe y esperanza, don de los
ignorantes.