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Harold R. Pape en Monclova

Durante 1966 y la primera parte del 67, época en que escribía mi tesis de Leyes y trabajaba en Monclova como jefe de Catastro, me tocó conocer, tanto por mi trabajo como por mi tío —el Dr. Guillermo Enrique Guerra, quien era el director de la clínica para niños El Campo San Antonio, pagada por Altos Hornos de México— al fundador y director de AHMSA, el señor Harold R. Pape.

Yo vivía en casa de mis tíos Memo y Bambi, como les decíamos, y con mis primos Bambina, Memito y Juan —a Juan me tocó darle clases en la escuela, pues también fui profesor en Monclova, y resultó que ambos, Juan y yo, compartíamos la misma obsesión por el cine—. Al trabajar en la Presidencia Municipal, tuve muchas oportunidades de tratar al señor Pape, y a Lou, su esposa, una mujer que pintaba y era piloto de avión, allá en los Estados Unidos.

Luego me fui a trabajar a la Ciudad de México como secretario particular del Lic. Jorge Leipen Garay, primero en la Comisión de Fomento Minero y después, con el mismo puesto, cuando lo nombró el presidente Luis Echeverría como Subsecretario de Recursos No Renovables, de donde dependían Pemex, la Dirección de Minería, el Consejo de Exploraciones y la Comisión de Fomento Minero.

Ese trabajo me permitió conocer casi todas las minas del país, pues un día me mandó mi jefe, en una avioneta de cuatro plazas, a visitar todas las minas registradas, entre ellas las minas de sal en Baja California, y la minera de Santa Rosalía, donde está una iglesia diseñada por Gustave Eiffel (sí, el diseñador de la torre que lleva su apellido, en París, Francia) y había muchas versiones de cómo llegó esa iglesia o sus diseños a Santa Rosalía, pero no se sabía a ciencia cierta cuál era la verdadera.

En varias conversaciones en que me tocó estar de espectador, con mi jefe y el presidente Echeverría, éste hacía preguntas sobre Altos Hornos. Finalmente, un día le dio instrucciones a mi jefe, el subsecretario, para que hablara con el señor Pape, pues quería que esa empresa pasara a ser propiedad del Gobierno Federal.

Arreglamos el viaje para venir a Saltillo y hacer aquí la reunión con Pape, por lo que había que ir por él a Monclova, en el avión de la secretaría del Patrimonio Nacional, y llevarlo de regreso después de la junta. Como yo ya conocía al señor Pape y lo había tratado, me tocó la «suerte» de acompañarlo en el viaje redondo.

Llegamos mi jefe y yo al aeropuerto de Saltillo, y ya esperaban a mi jefe para llevarlo a Zincamex —que en esa época funcionaba, y mi jefe había sido el presidente de esa empresa, de hecho, fue él quien la volvió a echar a andar pues lo habían mandado a cerrarla por los números rojos en que estaba. Revisó su situación y finalmente pidió un año para tratar de levantarla, le dieron la autorización y lo logró, y cuando él se fue a Fomento Minero y me invitó a trabajar con él, Zincamex siguió funcionando muchos años más—. Al llegar a Saltillo, decía, mi jefe se fue a Zincamex y yo seguí en el avión a Monclova, a recoger al señor Pape.

En el vuelo recordé todo lo que se platicaba de él cuando estuve en Monclova. Que daba fiestas en su cumpleaños y a media cena avisaba que había puesto sobres con dinero bajo algunas de las sillas de los invitados. Todos se levantaban, según platicaban, y Pape gozaba el espectáculo de sus invitados buscando sus sobres con cheques o efectivo. Nunca supe si eso era cierto o no. Lo que sí supe, y todo mundo lo sabía, era lo prepotente que era.

Aterrizamos en el aeropuerto de Monclova y ahí estaba él, de traje, esperando. Se abrió la puerta del avión y bajé a saludarlo e invitarlo a subir. Él, muy seco en su forma de saludarme, se subió al avión. Traté, inútilmente, de hacerle conversación en el vuelo, hablándole de cómo lo conocí cuando viví y trabajé en Monclova. Casi ni puso atención así que decidí guardar silencio. Llegamos al aeropuerto de Saltillo y ahí estaba un vehículo, esperándonos, el cual nos trasladó a Zincamex.

Entramos y al llegar a la puerta de la oficina de la dirección salió el subsecretario a recibirlo y lo pasó. A esa reunión entraron ellos dos solos. Afuera esperamos los ejecutivos de la empresa y yo en otra sala de juntas. Todos nos conocíamos y éramos muy amigos. Después de una hora, salieron el subsecretario y el señor Pape. Éste se despidió de todos y me preguntó si yo lo acompañaría de regreso, y le contesté que con mucho gusto. Lo noté, ahora, muy cambiado, con relación a cuando veníamos a Saltillo. En el vuelo a Monclova se volvió muy platicador, muy amable, aun cuando se veía que le importaban un bledo mis respuestas. Al llegar, me pareció que se veía como un saco con papas.

Meses después, le dio el presidente Echeverría al señor Pape, en una ceremonia en Los Pinos, la medalla del Águila Azteca, por haber fundado AHMSA y por su labor en bien de Monclova.

Así es la vida, nunca sabes en qué circunstancias volverás a ver a quien conozcas.