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Justicia terrena y divina

Hace tres años mis compañeros de generación de la Escuela de Leyes y yo cumplimos cincuenta y dos años de habernos recibido de abogados, en Saltillo. Las abogadas recibidas fueron las primeras que se apuntaron para celebrar tan grato acontecimiento. Los compañeros de la generación aceptamos con mucho gusto, fingido, pero bien disimulado.

Se organizó una visita a nuestra escuela y nos prestaron el auditorio para que habláramos varios de los festejados. Tuve el orgullo de ser el primero, y conté algunas anécdotas que nos hicieron reír. La ahora Facultad de Leyes nos ofreció generosamente un brindis y canapés, por cierto, deliciosos, pagados por nosotros los homenajeados.

Posteriormente, habría una misa a la una de la tarde en la iglesia de San Juan Nepomuceno, un bellísimo templo de mucha tradición en la ciudad y en el noreste de México. A las dos terminaría la misa, con sermón, comunión, pedida de limosna —a pesar de que ya habíamos pagado el servicio—, y a las dos habría una gran comida en el Casino de Saltillo. Para la noche estaba programada una cena ofrecida por uno de nuestros compañeros, expresidente municipal, y al día siguiente, domingo, una comida y fin de la fiesta.

Hay que decir que tuvo su chiste que lográramos reunirnos para esta celebración, pues casi todos los excompañeros vivían, y viven aún, diseminados por todo el país, y al asistir trajeron a sus parejas, a sus hijos y hasta a sus nietos, debido al motivo del gran festejo. Muchos teníamos casi los 52 años de no vernos.

Llegamos a la iglesia para la misa. Nos tenían reservadas, para los que cumplíamos años de abogados, las seis bancas primeras. Las que estaban inmediatamente detrás eran para las familias, y el resto de la iglesia para quienes desearan asistir a la ceremonia religiosa. Tres amigos llevábamos trajes con corbata.

Me acuerdo de que cuando regresé de París, mi sagrada madre me llevó a una misa, no recuerdo el motivo. Yo, la verdad, ya no conocía los cambios de los rituales. Hubo un momento en que todos voltearon a verme y a saludarme, y yo, emocionado, creyendo que todos se acordaban de mí, los saludaba efusivamente, y les preguntaba cómo estaban, y cómo estaban sus papás, y les pedía que me los saludaran. Al final me aclararon que ese era un nuevo ritual, la salutación, y que desde hacía tiempo formaba parte de la misa. Me dio mucha vergüenza.

Bueno, estábamos en la misa de la celebración de los cincuenta y dos años de abogados. Salió el sacerdote y dio comienzo el ritual de la sagrada misa. Cuando llegó la homilía, el sacerdote hizo una pregunta, supongo que retórica, que si éramos abogados decentes o políticos corruptos. Instintivamente levanté la mano y me levanté. Se hizo un silencio en toda la iglesia. El sacerdote me preguntó qué se me ofrecía. Le dije: «Oiga padre, esta es una misa de fiesta por habernos recibido hace muchos años, y en parte una conmemoración triste por los compañeros y amigos que ya murieron. Nosotros le pagamos la misa —y, por cierto, salieron unas monjitas para volver a cobrar—, para que hablara de eso. Si vamos a hablar de corrupción, comencemos: dígame si usted es pedófilo, porque su jefe, el obispo Raúl Vera, protege pedófilos. Hablemos de la inquisición y de cuántas personas mataron para quedarse con sus bienes. Hablemos de cuando ustedes bendijeron a los soldados nazis de Hitler y de que nunca defendieron a los judíos en el holocausto. Usted dígame si seguimos».

El cura, todo apabullado y más por el silencio del público, pidió disculpas, y le pedí que siguiera la misa ya sin discurso. Muy obediente me hizo caso y siguió con la ceremonia. Al final, pidió una foto con todos nosotros y yo me opuse, pues —dije—, no sabíamos si era o no pedófilo, ya que casi el 99% de los curas lo son. Él juró y perjuró que no lo era. Pero aun así me negué a que saliera en la foto, y le expliqué que todos nosotros pagábamos impuestos y no vivíamos de la gente más jodida sacándoles las limosnas.

Salimos de la misa y yo para ese momento ya me sentía muy avergonzado, sobre todo con los hijos y los nietos de mis excompañeros y ya no asistí a la comida. Me estuvieron hablando mucho, y me dijeron que era el héroe de sus hijos y nietos y que querían tomarse fotos conmigo. La verdad no lo creí y no fui.

Luego me enteré de que, al día siguiente, el obispo Vera dijo, en una misa en Catedral, que aun cuando callaran a los sacerdotes en las misas, seguirían hablando contra la corrupción. Y días después me lo encontré en la calle, me reclamó y me dijo a gritos: «Tú eres mi enemigo». Yo le grité más fuerte y le dije que me hablara de usted pues era un año mayor que él. Se descontroló y ya no supo qué decir.

Ahora, en la calle me señalan y escucho que dicen: «¡Mira, ése calla a los curas en las iglesias!»