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Kafka se parece a Juan Rulfo

Había recibido una invitación de Javier Tijerina, maestro de literatura en McAllen, Texas. Me comentaba de un taller titulado “No oyes ladrar a los perros”, fue especial la expectativa, me considero un lector de Juan Rulfo. De forma magistral fue separando las partes del cuento, algo que pocas veces había visto. Comentaba que los surrealistas fueron ejemplo a imitar. Joyce, Kafka y Faulkner les prestaron sus gafas para ver la realidad con otros ojos. En el caso de Rulfo su escritura fue más estática y anclada al pasado.

La doctora Iriarte decía que Kafka se parecía a Rulfo, porque ambos escritores sufrieron. Pedro Páramo no pudo convivir con su padre cuando más lo necesitaba y Gregorio Samsa vivía en la precariedad como los cucarachos. En ambos casos, sus letras fueron un viaje hacia la realidad. En el caso de Kafka, vivió en carne propia la indiferencia de las personas que habitaban Praga. En esa concordancia, el escritor redactaba su realidad, viajaba para observar con nuevos ojos la vida. Lo real maravilloso eran esos lugares con cultura compleja, en cambio el realismo mágico eran lugares americanos que no existían y tenían las leyes que el escritor determinaba. La literatura fantástica era la vivencia de un tiempo que supuestamente ya existió.

Cien años de soledad, fue un libro exitoso en ventas que sirvió para que los lectores se acercaran a la obra de Juan Rulfo. Lo cierto es que Gabo confesaba sentirse hechizado por los libros rulfianos. La doctora hablaba del cuento “No oyes ladrar a los perros”, comentaba que el narrador le daba la palabra al personaje y que todo sucedía en una noche, era un diálogo y el silencio. Explicaba que los deícticos son pronombres que vinculaban el texto con el espacio, tiempo y personas que enmarcan la situación de enunciación y solo adquieren sentido pleno en el contexto en el que se emiten: “para mí usted ya no es mi hijo”.

Los cuentos de Rulfo son como poemas, son esos recuerdos que dejaron una huella. En el relato su padre llevaba montado a su hijo en los hombros, querían llegar a un pueblo para curarlo de las heridas. Estaban perdidos en el monte y en la oscuridad de la noche, solamente los ladridos de los perros los ayudarían a no perderse y llegar al destino. La metáfora es la salvación que daban los ladridos, los perros anunciaban la vida o la muerte. La historia estaba ubicada en la época posterior a la Revolución. Los campesinos se volvían bandidos, Rulfo hablaba de los pobres con una técnica novedosa y se apropiaba de la atmosfera del terreno.

No oyes ladrar a los perros, son seis páginas que encierran una vida. Su padre le venía recordando el pasado, criticaba a su hijo por haberse convertido en un maleante. Eran horas desgastantes. Ya habían atravesado un cerro y su hijo Ignacio se quejaba del dolor. El escenario era un pueblo de tierras ásperas y en la noche solamente la luna brillaba. Alegóricamente Rulfo era un pintor que viajaba a caballo y se adentraba a los lugares más apartados. Estaba seguro de que las mejores historias se encontraban más alejadas de la civilización.

El dolor lo motivaba a escribir y Juan paseaba en busca de nuevos destinos. Comala sí existe, de hecho, hace tiempo pude conocerla, en su plaza principal hay un monumento de bronce en honor a Juan Rulfo. Es un lugar ubicado en Colima y para llegar viaje desde Guadalajara. La conferencia de la doctora Iriarte Vañó me hizo regresar a un recuerdo familiar, un bello momento que difícilmente se repetirá. En ese sentido los libros se convierten en un mundo real e imaginario. Los lectores solamente disfrutamos de la chispa que tiene una historia. Gracias, Javier Tijerina.