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La Lucha Libre

A Ema Farías.

Cuando regresé a Saltillo, me reuní con antiguos amigos, como los hermanos Ema y Roberto Farías, que en esa época vivían en Hidalgo y De la Fuente, en una casona preciosa. Muchas veces, saliendo del trabajo (primero en la UA de C, a partir de 1988, y luego del ICOCULT, a partir de 1994), me iba a su casa, a merendar o a cenar, y la pasamos muy divertidos.

Nos reuníamos a la menor provocación. Una vez le hicimos un pequeño homenaje a Selena, poco después de que murió asesinada, y en su nombre nos acabamos una botella de tequila y otra de whisky, porque no sabíamos cuál de las dos bebidas prefería la cantante; escuchábamos sus canciones y al final de cada una brindábamos por ella y manifestábamos nuestro desprecio a su asesina.

Por esas fechas, Ema y yo empezamos a hacer ejercicio, y caminábamos alrededor de la Alameda, es decir un kilómetro por vuelta, que es la extensión de su perímetro. Claro que después de la primera vuelta yo me sentaba en una banca y veía admirado cómo Ema le daba dos y hasta tres vueltas. Yo, mientras tanto, casi me terminaba una cajetilla de Viceroy, que eran los cigarros que fumaba en esa época.

Descubrimos Ema y yo que no nos gustaban las fiestas con mucha gente, y asistíamos juntos para, en un momento dado, echándole yo la culpa a Ema, o ella a mí, por estar indispuestos, nos disculpábamos y salíamos raudos y veloces.

También descubrimos Ema y yo que nos gustaba, y mucho, la lucha libre y todo lo que conlleva. En esa época, la lucha se presentaba los domingos en Obreros del Progreso. Un lugar en donde alguna vez hubo apartamentos, y en uno vivieron Pepita Embil —madre de Plácido Domingo— y su familia, y en otro mis abuelos, y se conocían muy bien las dos familias.

Con el paso del tiempo ese lugar se convirtió en el ring donde se celebraba la lucha libre en Saltillo, y, después de la lucha (y creo que a veces sin lucha) en un espacio de bailes y estrípers, en donde se quedaba mucha gente a disfrutar los «bailables».

Pues Ema y yo decidimos ir cada domingo a Obreros del Progreso a aplaudir a nuestras estrellas locales de lucha. Para disfrutar mejor, comprábamos de los lugares caros, que eran los de la primera fila en las escalinatas de cemento, en sombra, pues la lucha comenzaba a las 5 de la tarde. Nosotros llegábamos desde muy temprano para que no nos ganaran nuestros asientos, y ya para esos momentos la sección de sol estaba casi llena, y mientras caminábamos a nuestros lugares no faltaban quienes nos gritaran, escondidos en el anonimato, «¡Ya llegaron los rotitos!» o «¡Ahí va el agua!» (sabíamos bien que, si nos la aventaban, no sería agua). Afortunadamente nunca pasó a mayores.

Un día encontramos que los boletos eran un poco más caros, pues, según nos informaron, habría una rifa sorpresa y los boletos de entrada servirían para el sorteo. Debo confesar que estábamos muy intrigados en cuál sería el premio, y, entre risas, especulamos si se trataría de un viaje a Las Vegas, a Cancún o, de perdida, a la Ciudad de México. En eso estábamos, cuando nos dimos cuenta de que ya estaban ocupados todos los escalones de cemento.

Resultó que antes del inicio de la lucha se celebraría la rifa y, según explicaron, el tercer boleto que se sacara de una especie de pesera sería el ganador. Una mano sagrada, de una señora respetable, no precisamente por su vestimenta, fue invitada a sacar los boletos. La ansiedad crecía entre el público y más cuando anunciaron el premio: un pequeño cartel, o sea un vale, que amparaba ¡un kilo de carne de res para hacer un puchero! Quien ganara podría ir al día siguiente por su premio a una carnicería en la calle Abasolo.

El respetable aplaudió a rabiar y la virtuosa dama, por dentro que no por fuera, metió su mano a la pecera de los boletos. Al sacar el primero y el segundo, descalificados, se escucharon las mentadas de madre que lanzaron sus propietarios. Finalmente, la mano santa de la invitada sacó el tercer número, el premiado. Gritaron el número y… Nadie reclamó el premio. Por curiosidad revisé mi número y era el premiado. Le comuniqué a Ema que yo lo tenía, pero que no iría por el premio. Ema me miró muy sorprendida, me arrancó el boleto de la mano y se levantó gritando que ella era la ganadora.

Cuando vieron que era Ema la poseedora del boleto premiado la rechifla fue generalizada, y yo me sumía en el cemento. Ema regresó, vale ganador en mano, y muy oronda se sentó en su lugar, junto al mío, y me sentenció que no me daría puchero por no haber ido a recoger el premio. Las mentadas y los abucheos siguieron por un rato. Finalmente inició la primera lucha, y los gritos, reclamos y odios se volvieron contra los rudos de esa tarde.

Al finalizar la lucha, nos ofrecieron boletos para el espectáculo que seguía, de estrípers. Amablemente declinamos la propuesta, pero vimos a muchos adquirir boletos para quedarse. Fue por esa época, según me platicaron, que en un programa de radio con llamadas telefónicas de los radioescuchas, en vivo, una señora llamó y dijo que ella vivía, sola, al lado de Obreros del Progreso, y que después de la lucha, cada domingo, había algún espectáculo con un oso, ya que ella escuchaba desde su casa que el público gritaba «¡oso!, ¡oso!, ¡oso!», y que eso a ella le parecía muy arriesgado pues el animal podría brincarse a su casa y hacerle daño. Quien me lo dijo juró que fue verídico.

Al día siguiente, ante la mirada de enojo de Ema, disfruté en su casa de un rico puchero de res.