CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 2

Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas
que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar
en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro
también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que
en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este
ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida
mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante,
nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al
diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó
lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar
mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba
totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a
qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero
inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre
tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por
ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a
limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están
sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero
en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no
sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya
me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le
habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa!
Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde
esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa
de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza
todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero
suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo
tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad.
Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo
que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el
despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia
delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos
cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se
veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también
había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo
con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había
dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.