CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 3

¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo
tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no
estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente
espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía
evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría
esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte
de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué
pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente
desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo
ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente
aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres
por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones
remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres
totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no
tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra
realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante
bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse
decidir a abandonar la cama -en este mismo instante el despertador
daba las siete menos cuarto-, llamaron cautelosamente a la puerta que
estaba a la cabecera de su cama.
-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a
salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó
una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo
más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el
primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al
prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se
había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y
explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera
el cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con
esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación,
los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que
Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el
padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas
laterales.
-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió
de nuevo con voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia ambos lados:
-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa
posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por
despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre
volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:
-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor
intención de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas
que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.