CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 9

-Pero señor apoderado -gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación
olvidó todo lo demás-, abro inmediatamente la puerta. Una ligera
indisposición, un mareo, me han impedido levantarme. Todavía estoy
en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me
levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me
encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede
atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba
bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la
tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado.
¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se
piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor
apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno
para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una
palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he
enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas
de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor
apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la
bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas
sabía lo que decía, se había acercado un poco al armario, seguramente
como consecuencia del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba
ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad abrir la puerta,
deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba
deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante
su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad
alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con
tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho,
podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se
resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza
un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención
alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se
dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se
agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el
dominio sobre sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al
apoderado.
-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a
los padres-. ¿O es que nos toma por tontos?
-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté
gravemente enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó
después.
-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a
través de la habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al
médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de
oír hablar a Gregorio?