Cultura

LA NOSTALGIA DE MI CORONEL, de Mariano Azuela 2

Y los soldados dejaron de llamarles camaradas y con

malas maneras les mandaron subieran a un carro.

El más bruto de la veintena, el que todavía creía que

el monte es de puro orégano, preguntó:

—¿Por qué el presidente Calles necesita nomás para

él y su familia un tren de a un millón de dólares y a nosotros, que vamos a defenderlo, nos llevan en una jaula de puercos?

La respuesta la recibió en el trasero, lo que le facilitó la entrada en el carro.

Sorprendido por proceder tan extraño, dio media

vuelta girando sobre los talones y de un certero revés

puso al camarada soldado de hocico sobre los barrotes del piso.

—¿Sabes lo que estás haciendo, desgraciado?

—No te enojes, compa… No te enchiles, que si es cosa

de broma, tú fuiste el que comenzaste.

Pero el camarada soldado sabe que las dos cintas

rojas que lleva en la manga de su uniforme y en el quepí

por algo se las habrán puesto. Y piensa que es la mejor

oportunidad para dar comienzo a la instrucción militar.

De un salto cae dentro de la jaula, ya con las piernas

abiertas en ángulo de acero y el brazo derecho tendido

y tenso como un resorte.

—¡Toma para que me lo creas!… Uno… dos… tres…

—¿Cómo? ¿Es cosa de veras en serio? —pregunta el

camarada limpiándose la sangre que le mana de la boca y la nariz.

—¿Todavía me lo preguntas, maje?

El camarada soldado no es gente de mala entraña.

Sólo quiere terminar bien su cátedra. Sin darle tiempo

a que se reponga le atiza una serie de puntapiés y bofetadas hasta que lo deja en el extremo de la jaula.

¡Ya déjalo! —rumora con indolencia,su teniente. —¿Qué no miras que viene muy pedo?

Mientras el camarada campesino ronca sobre la

boñiga seca de cerdo, los demás candidatos a soldados

asoman sus cabezas prietas y mechudas tras los barrotes del carro, abriendo tamaños ojos, como si quisieran

escapar por los angostos claros.

Mi coronel, ex ciudadano armado de los días felices

de los Carranzas y los Obregones, suspira con melancolía.

—Es triste observo con mi atolondramiento normal,

creyendo adivinar su pensamiento.

—Es triste, sí… ¡Se siente tan bonito!

Fijo en él mis ojos sorprendidos.

—Haga usted la cuenta de que tiene una tremenda

jaqueca y de que se toma una cafiaspirina con una limonada caliente…

Ante mi gesto de incomprensión, insiste:

—Ni más ni menos. Amanecía uno entonces de mal

humor, cogía a cintarazos a cualquier pelado de éstos,

con cualquier pretexto y… ¡santo remedio!…

Y sus ojos soñadores se perdieron en la melancólica

memoria de sus buenos tiempos idos.

1937