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Para un moribundo, por Javier «tigrillo» Vallejo

Érase una vez un poeta parisino que usaba tenis y un saco negro. Cargaba sus libros y usaba unas gafas que parecían dos lupas. Era el otoño del año de 1955, un período de lucidez y bohemia. Caminaba largas distancias, eso le trasmitía paz y pensaba que regalar libros era un gesto que abrazaba a la vida. Al regresar a casa pasaba por un parque e iba juntando las hojas amarillas que coleccionaba. Un día conoció a una arquitecta que contemplaba las obras de Rembrandt. Al salir decidieron ir a una cafetería. Una muchacha de treinta y algo de años le haría bien a su vieja vanidad. Sus palabras tenían un acento confiable y el escritor le sonreía. El día volaba y el café se había enfriado. Al otro día, ella abandonaría Francia.

Las mujeres tienen dos grandísimas alas. Apreciaba las arrugas del viejo. Quizá que en otro momento coincidirían. Confeso que la esperaría, agradeció la hospitalidad y en sus adentros sintió un vacío. Pasaron los años, la recordaba y sonreía. Un día sintió un dolor en el pecho que lo mantuvo intranquilo, era su corazón que se había cansado. Antes de morir acudió a su mente aquellos recuerdos y para un moribundo los bellos instantes proporcionan clarividencia. Nunca volvería a leer aquellos libros polvorientos de su biblioteca. Leer a Edmond Jabés me recuerda a las mañanas que le daba un beso a papá para despedirme y entrar a la escuela. Los poetas escriben para no olvidar sus vivencias olvidadas.