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Un paseo con la señora Virginia Woolf

El poeta de Virginia Woolf

Virginia veía por la ventana a unas mariposas, en su escritorio estaba un libro de Rimbaud y el ambiente era hospitalario. Frente a ella estaba el poeta de Oviedo, era romántico verlos ensimismados en una conversación. Él la miraba como un tigre y ella le hablaba con un acento que le producía ensoñaciones. La habitación era de madera y con ventanas apolilladas. El sol alumbraba la pureza y el vestido blanco. La señora Woolf era una señora hermosa, su nariz era respingada y sus ojos grandes. Su cara era alargada y exquisita. De busto pequeño y brazos largos. La escritora le confesaba su admiración por el filósofo Sócrates y de fondo se escuchaba la música de Mozart que armonizaba. Miguel sentía plena confianza y sonreían como si se conocieran. Ambos comprendían que lo esencial era sentirse como dos pájaros despreocupados. Los dos proyectaba sencillez y en los ojos de ella había un misterio.

Mi poema es una bufanda

Su habitación tenía libros y su escritorio repleto de manuscritos. Virginia pensaba que las mujeres debieran tener su habitación propia. Una mujer es libre y debe cumplir sus sueños. Mientras charlaban un gato paseaba y los rayos del sol le daban calor. El poeta estaba atento a los detalles y la escritora disertaba recordando su pasado. Además, ironizaba diciendo que su padre criticaba los libros de Aristóteles y que no había sido tan mal maestro de Alejandro Magno.

Virginia le daba un trago a su té y platicaba sobre su infancia, argumentaba que no todas las historias son biografías. Hay dolores que habitan en la profundidad. Mientras lo decía, en sus ojos brillaba la melancolía. La señora tenía el humor de los franceses cuando sonreía. A pesar de la tragedia, se percibía que disfrutaba la charla. Pensaba que las personas de Oviedo se dedicaban a torear y mientras tanto Miguel le exponía que desde niños trabajaban con los toros, los dos se carcajeaban. Le servía otra taza de té. Su cortesía no tenía límites.

Era placentero su entonación cuando citaba un poema, la tristeza era parte de sus pasiones. El poeta Miguel Ángel estaba impresionado de la delgadez cadavérica de Virginia, aquello le producía una ferviente atracción. Simplemente se sentía afortunado de charlar, su elegancia y juicio no tenía nada que ver con las mujeres victorianas. Después de eso, se disculpaba y salía de la habitación, se dirigía hacia el jardín y por la ventana veía que la escritora tomaba aire.

Al regresar se disculpaba y decía que era importante ser hospitalaria con los lectores. Verdaderamente era cierto, sonreía con sinceridad y brillaban sus ojos. El poeta pensaba que los defectos de Virginia eran atractivos, abrir el corazón era algo que enaltecía el alma. El amor era ciego y Leonard lo sabía. La señora Woolf trabajaba escribiendo y en su oficio se fue tejiendo una vida artística. No veía la realidad, en su locura estaba la pasión.

El té se había enfriado

La conversación continuaba. Eso le permitió a Miguel Ángel darse tiempo para curiosear, ver y hojear la biblioteca. Veía que la mirada de Virginia aparentaba ser fuerte, pero realmente escondía su dolor. Su ternura era bella y más cuando leía en voz alta. El otoño era el paisaje de los poetas. El poeta le confesaba que amaba bajar al sótano de su casa para leer poesía. La poesía se disfrutaba independientemente del lugar.

El poeta de Oviedo había sido educado bajo los principios cívicos de una familia con buena raíz y costumbres. Virginia sonreía y parecía una niña que disfrutaba el lirismo, eso alimentaba su ego filosófico. Confesaba que cuando era niña su comida se la daba a su gato. Los dos sonreían.

El poema es Santander

La poesía era como una niña que mantenía la esperanza. La señora Woolf comentaba que en su infancia leía las historias de los faraones y le impresionaba la sabiduría de Cleopatra. Sus pesadillas eran murmullos en las paredes, aunque no pudiera conciliar el sueño, pensaba que los jinetes del apocalipsis eran agradables para su imaginación. Miguel constataba que los libros eran su debilidad y Virginia tímidamente lo veía. Era alucinante la armonía de una charla con encantamiento. El poeta, le preguntaba: —¿Cuál era el secreto para convertirse en una inmortal? — no había respuestas, la huella de la trascendencia no tenía palabras. Escribir sus sentimientos era una forma de vida.

Le agradecía su hospitalidad, ella le regalaba un libro y le ponía una dedicatoria que decía: “Miguel Ángel Gómez, no olvides que la poesía es una filosofía. Con afecto y cariño Virginia Woolf”. El aire estaba frío, ella sonreía. Afuera se escuchaba el viento y por la ventana se podía ver como volaban las mariposas. La charla entre Virginia Woolf y Miguel Ángel Gómez, es un relato imaginario que escribí en honor a los dos poetas. Tuve el gusto de leer el libro La polilla oblicua. Editado por BajAmar editores. La obra consta de 69 páginas.