CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 53

Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él,
que las patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado
tanto. Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza
había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y
gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la
oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más
bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse
con estas patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es
verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores
se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por completo.
Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que
producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba
en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que
desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En
este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el
reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo
del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su
voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales
exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta -de pura fuerza y
prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había
pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya
imposible concebir el sueño en toda la casa- en su acostumbrada y
breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba
que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido,
le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por
casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas
a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y
pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese
resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se
dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó
para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió
de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la
oscuridad.
-¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!