Cultura

«Ein Hungerkünstler», de Kafka 9

      Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.
      —¿Ayunas todavía? —preguntole el inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
      —Perdónenme todos —musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
      —Sin duda —dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador—, todos te perdonamos.
      —Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.
      —Y la admiramos —repúsole el inspector.
      —Pero no deberían admirarla —dijo el ayunador.
      —Bueno, pues entonces no la admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos admirarte?
      —Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo —dijo el ayunador.
      —Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
      —Porque —dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso—, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
      Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
      —¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.