CulturaLado B

El extraño 5, de Howard Phillips Lovecraft 

Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas
extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás
había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían.
Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos
recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas. Salté por la ventana y me
introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente
saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La
pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más
aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de
cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y
súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba
de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y
en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo
arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las
manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y
dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las
numerosas puertas.


Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más
apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué
podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar
parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una
presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que
conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba
a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el
primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó
casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el
inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera
aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes
fugitivos.


No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un
compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y
detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y
desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo
que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no
era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con
enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que
se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en
sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me
estremecía más aún.