CulturaLado B

El extraño 6, de Howard Phillips Lovecraft

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo
hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en
que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados
por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a
cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más
confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan
anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el
intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di
unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la
angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía
casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante
adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más,
cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo
extendía por debajo del arco dorado.


No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la
noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha
de anonadantes recuerdos. Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido;
recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio
en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se
erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis
dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura,
y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que
me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de
reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y
execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando
retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía
mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el
viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y
cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de
Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé
que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de
Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de
Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad,
agradezco casi la amargura de la alienación.


Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un
extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo
que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en
aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e
inexorable superficie de pulido espejo.