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El libro viejo de Gregorio Samsa , por Javier «tigrillo» Vallejo

Cuando se cumplieron los primeros cien años de la publicación de la Metamorfosis me encontraba en una librería de Saltillo. Junto con un grupo de lectores debatíamos los ideales y el legado de Franz Kafka. Todos coincidíamos que fue uno de los escritores más solitarios y en su tiempo un personaje poco comprendido.

“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruo insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al azar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia”[1].

[1] Kafka, Franz. (1970). La metamorfosis. Octava edición. Editorial Losada. Buenos Aires, Argentina. p.p.15

El paisaje es lluvioso y tenía la responsabilidad de ir a trabajar, se le había pasado el tren y sentía que el mundo le caía. Deseaba no salir de casa y menos de su habitación. Le daba miedo que lo descubrieran. Ni siquiera Mary Shelley se hubiera atrevido a dibujarlo como un escarabajo con monstruosas cicatrices. Aquellas tardes tenían un cielo triste. El escritor deseaba que su personaje no le abriera la puerta a nadie.

Su padre poseía una personalidad imponente, gustaba de leer todas las mañanas el periódico. En cambio, su mamá fue una mujer sumisa. Su hermana Greta le trasmitía confianza y era la que llevaba leche para alimentarlo, era su bebida favorita. Su estado de metamorfosis le había quitado el gusto, así pasó el tiempo colgado al techo y necesitaba espacio, tenía muchas patas y pasaba noches sin dormir. Su habitación estaba impregnada de su líquido glutinoso, tanto que las sirvientas renunciaron.

Su casa estaba ubicada en la calle Carlota, la familia pasaba momentos complicados, su madre padecía asma y ganaba poco como costurera. Su viejo era dormilón, parecía una persona fatigada por la vida. Greta era una estudiosa de la lengua francesa, su humor era la chispa y alegría de la casa, su hermana tenía 17 años y tocaba virtuosamente su violín. Aquella tarde en la librería todos nos sentíamos expertos al hablar de Gregorio, lo cierto era el bicho vivía entre gigantes y escupía los alimentos. Las cosas se ponían difíciles, era una carga para la familia, cuidarlo y soportarlo. Suspiro y no volvió a despertarse. La sirvienta lo encontraba cuando estaba barriendo, el cadáver estaba convertido en un esqueleto. Hubo tristeza, sus padres siguieron haciendo planes, entre ellos conseguir una casa mejor ubicada. Su hermana cada día más hermosa.

La vida de Franz Kafka fue solitaria, se sentía extraño en casa de sus padres, era taciturno, tímido y guardaba sus sentimientos. Cuando estaba nervioso tartamudeaba, su juventud significó una prisión, necesitaba liberarse de la severidad de su padre y se refugiaba en los libros, en ellos encontraba valor y el humor que lo mantenía en pie. Mantuvo estrecha correspondencia con sus amigos y novias. (Eso comentaban Milena y Dora cuando les enviaba rosas), esta última era como una niña soñadora surgida de una novela de Dostoievski. Al final de sus días le detectaron tuberculosis en la laringe, pensó en quemar su obra inédita, muere un martes 3 de junio de 1924 y fue sepultado en el cementerio judío de Praga. Su albacea y amigo no cumple su palabra y difunde sus libros para que todas las personas lo conocieran.

Javier José Rdz. Vallejo, es profesor y columnista en 7 de junio.