CulturaLado B

Escribo para sentirme vivo

Hace unos días me dijo un amigo que mis escritos no tienen trascendencia, que las ideas son tontas por no decir algo más grotesco. «Que debo ser campesino de una sola parcela», argumentaba que no vale la pena mi punto de vista sobre Kafka, que soy un puñetero, de familia pobre, que la literatura no me sienta bien y estoy perdiendo mi tiempo al imprimir en papel mis pensamientos. Obvio me dolieron sus palabras, pero tengo orgullo y pienso que la literatura es la mejor amiga de la historia. Recuerdo que cuando era niño, amaba leer las historias bíblicas y en particular «José el soñador». De adolescente era tímido y me ponían a leer poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, luego a los 18 años estando en la carrera para profesor me interesaban las guerras mundiales, conocer un poco sobre arte y numismática. Poco a poco fui madurando, a veces leía filosofía y biografías. Tuve errores y malas decisiones, no me arrepiento. Hoy, sigo aprendiendo, estoy contento de ser profesor, pero trabajar la literatura de forma independiente me ha dado una dosis extra de pasión y permitido conocer a personajes volcánicos como Franz Kafka, Cervantes Saavedra, Dante, Shakespeare, Charlotte Brontë, Mario Benedetti, Hölderlin, Poe, Pessoa, Mary Shelley, Rulfo, Chéjov, etc.

Pienso que las personas cuando visitan una librería y encuentran un libro antiguo, lo desempolvan, lo empiezan a hojear, y sobre todo a leer. En la lectura hay escenas, personas de carne y hueso, paisajes, arquitectura y aromas. En ese sentido, la actividad lectora, a veces es como un diálogo imaginario que te ayuda a no tenerle miedo a los autores clásicos. Nunca me ha gustado recomendar libros, lo mejor es que cada lector elija con libertad y olfato libresco. Por ejemplo, leer a Zweig equivale a cientos de conferencias; Baudelaire siempre me ha parecido alegóricamente como una luciérnaga que iluminaba una biblioteca, bajo el cielo de una noche estrellada. Pushkin tuvo la virtud de escribir historias románticas; el colombiano García Márquez nos enseñaba que un pobre coronel nunca perdía las esperanzas; Nikolái Gógol, desafiaba las modas y decía que las apariencias no son importantes.

Robert Walser, era un poeta despreocupado, sus paseos eran atractivos, en sus ojos veía los detalles y el encantamiento que tienen esos pueblos misteriosos. Tolstói nos narraba reflexiones en una historia titulada: ¿Cuánta tierra necesita el hombre? su cuento nos alejaba de las ambiciones materiales. —No seré reconocido en Harvard ni en Monclova—. La trascendencia es el ingenio de la vida presente, esa constante búsqueda de aprendizajes. Para otros la trascendencia es un concepto rimbombante que presumen narcisistas, esos que presumen tener la sabiduría. Hay una vida y en lo personal escribo para las personas que me hacen sentirme vivo, como mis hijas.