SUEÑO DE TANIA
Se le aparece una llanura nevada por la que camina entre espesa niebla;
delante de ella, un torrente espumoso y denso burbujea formando remolinos;
el frío del invierno no ha podido congelarle. Dos palitos adheridos al hielo
unen las dos orillas, constituyendo un puentecillo vacilante y peligroso;
atónita, se para ante el rugiente abismo. Quéjase al torrente. No ve a nadie
que le pueda tender la mano desde la otra orilla. De repente se mueve un
montículo de nieve, ¿y quién sale por debajo de él? Un oso enorme y
desgreñado. «¡Ay!», dice Tatiana. El oso gruñe y le tiende la pata de
punzantes garras. Sobreponiéndose, con mano temblorosa, se apoya en él y
con sus pasos atemorizados atraviesa el torrente. Se pone en marcha, ¿y qué
sucede? El oso la sigue. NO se atreve a mirar hacia atrás; acelera el paso,
pero ni aun así consigue huir del peludo lacayo, que, jadeante continúa
siguiéndola. Ante ellos se extiende el bosque; los pinos, inmóviles en su rígida
belleza, tienen las ramas sobre cargadas de copos de nieve. A través del alto y
espeso ramaje de los abedules, olmos y tilos, resplandecen los rayos de las
estrellas. La ventisca ha borrado el camino, los arbustos y los declives
desaparecen bajo la nieve. Tania penetra en el bosque; el oso, detrás de ella.
La nieve blanda le llega hasta las rodillas; las largas ramas, ora la agarran
por el cuello, ora intentan arrancarle sus pendientes de oro. De vez en
cuando sus zapatitos mojados se hunden en la nieve densa; se le cae el
pañuelo, no tiene tiempo de recogerlo y hasta se avergüenza de levantar el
borde de su vestido con temblorosa mano. Echa a correr, y el oso la sigue.
Las fuerzas la abandonan, cae en la nieve, y el oso la coge; ella, dócil, no se
atreve a moverse ni a respirar. El oso corre por el sendero del bosque; de
pronto, entre los árboles, se divisa una mísera cabaña. Alrededor todo está
silencioso en el blanco desierto. Una de las ventanas aparece profusamente
iluminada; en la choza se oyen ruidos y gritos; el oso se para y dice: «Aquí
está mi compadre; entra y caliéntate». Se dirige directamente hacia la choza,
dejándola en el camino. Al volver en sí, Tatiana mira: el oso ha desaparecido;
ella se encuentra a la entrada; tras la puerta se oyen gritos y ruidos de vasos
como en los grandes entierros. No comprendiendo nada, mira con sigilo por
la rendija de la puerta, ¿y qué ve? Alrededor de la mesa sentados unos
monstruos: uno, con cuernos y hocico de perro; otro, con cabeza de gallo;
allí, una bruja con barba de chivo; allá, un arrogante y afectado esqueleto;
aquí un enano con cola; acá, un animal medio grato, medio grulla. Y aún ve
cosas más espantosas e inverosímiles: aquí, un cangrejo montado sobre una
araña; allí, una calavera en el cuello de un ganso que gira con una gorra
roja; acá, el molino que baila la prisiadka y agita sus aspas con tremendo
crujido. ¡Ladridos, risas, silbidos, cantos, golpes, vocerío humano y piafar de
caballos!