CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 40

SUEÑO DE TANIA

Se le aparece una llanura nevada por la que camina entre espesa niebla;

delante de ella, un torrente espumoso y denso burbujea formando remolinos;

el frío del invierno no ha podido congelarle. Dos palitos adheridos al hielo

unen las dos orillas, constituyendo un puentecillo vacilante y peligroso;

atónita, se para ante el rugiente abismo. Quéjase al torrente. No ve a nadie

que le pueda tender la mano desde la otra orilla. De repente se mueve un

montículo de nieve, ¿y quién sale por debajo de él? Un oso enorme y

desgreñado. «¡Ay!», dice Tatiana. El oso gruñe y le tiende la pata de

punzantes garras. Sobreponiéndose, con mano temblorosa, se apoya en él y

con sus pasos atemorizados atraviesa el torrente. Se pone en marcha, ¿y qué

sucede? El oso la sigue. NO se atreve a mirar hacia atrás; acelera el paso,

pero ni aun así consigue huir del peludo lacayo, que, jadeante continúa

siguiéndola. Ante ellos se extiende el bosque; los pinos, inmóviles en su rígida

belleza, tienen las ramas sobre cargadas de copos de nieve. A través del alto y

espeso ramaje de los abedules, olmos y tilos, resplandecen los rayos de las

estrellas. La ventisca ha borrado el camino, los arbustos y los declives

desaparecen bajo la nieve. Tania penetra en el bosque; el oso, detrás de ella.

La nieve blanda le llega hasta las rodillas; las largas ramas, ora la agarran

por el cuello, ora intentan arrancarle sus pendientes de oro. De vez en

cuando sus zapatitos mojados se hunden en la nieve densa; se le cae el

pañuelo, no tiene tiempo de recogerlo y hasta se avergüenza de levantar el

borde de su vestido con temblorosa mano. Echa a correr, y el oso la sigue.

Las fuerzas la abandonan, cae en la nieve, y el oso la coge; ella, dócil, no se

atreve a moverse ni a respirar. El oso corre por el sendero del bosque; de

pronto, entre los árboles, se divisa una mísera cabaña. Alrededor todo está

silencioso en el blanco desierto. Una de las ventanas aparece profusamente

iluminada; en la choza se oyen ruidos y gritos; el oso se para y dice: «Aquí

está mi compadre; entra y caliéntate». Se dirige directamente hacia la choza,

dejándola en el camino. Al volver en sí, Tatiana mira: el oso ha desaparecido;

ella se encuentra a la entrada; tras la puerta se oyen gritos y ruidos de vasos

como en los grandes entierros. No comprendiendo nada, mira con sigilo por

la rendija de la puerta, ¿y qué ve? Alrededor de la mesa sentados unos

monstruos: uno, con cuernos y hocico de perro; otro, con cabeza de gallo;

allí, una bruja con barba de chivo; allá, un arrogante y afectado esqueleto;

aquí un enano con cola; acá, un animal medio grato, medio grulla. Y aún ve

cosas más espantosas e inverosímiles: aquí, un cangrejo montado sobre una

araña; allí, una calavera en el cuello de un ganso que gira con una gorra

roja; acá, el molino que baila la prisiadka y agita sus aspas con tremendo

crujido. ¡Ladridos, risas, silbidos, cantos, golpes, vocerío humano y piafar de

caballos!