Por un momento cesan las conversaciones, las bocas mastican. En todos sitios se
oyen ruidos de platos, de cubiertos, de copas que se entrechocan. Pronto se levanta un
alboroto general; nadie escucha, todos hablan, ríen, discuten. Las puertas se abren de
par en par; entra Lenski, seguido de Onieguin. «Por fin, ¡alabado sea Dios!», exclama
la dueña de la casa. Los invitados se aprietan para dejar sitio a los recién llegados, les
traen sillas, les ponen los cubiertos y les ofrecen asiento frente a Tatiana, que está
más pálida que la luna matinal y más asustada que un gamo perseguido. No se atreve
a levantar sus ojos oscuros; el ardor de la pasión la devora; se ahoga y no se oye las
felicidades de los dos amigos, y las lágrimas pugnan por salir de sus ojos. La
pobrecilla está a punto de desmayarse; pero su voluntad y su razón se sobreponen, y
consigue murmurar entre dientes dos palabras de bienvenida.
Hacía tiempo que Eugenio no podía soportar los desmayos de las jóvenes, sus
lágrimas, sus ataques de nervios. ¡Bastante los había aguantado! Al llegar a este festín
ya estaba de mal humor; pero, al darse cuenta de la turbación de la doncella; bajó los
ojos con pesar y, sumamente enfadado, juró hacer rabiar a Lenski para vengarse de él
por haberle traído a este lugar. Ahora, triunfando de antemano, se pone a dibujar en el
fondo de su alma la caricatura de todos los invitados.
Claro que no solamente fue Eugenio el que se dio cuenta de la turbación de Tania.
Pero en aquel momento las miradas y la conversación se concentraban en un
mantecoso pirog —que, por desgracia, estaba demasiado salado—. Y he aquí que
entre el asado y los postres traen champaña seguido de un batallón de copas altas y
delgadas, parecidas a tu talle, Zizi, cristal de mi alma, objeto de mis versos inocentes,
atrayente cáliz de amor, tú, la que tantas veces me embriagaste.
Libre del corcho húmedo, dispárase ruidosamente la botella, y el vino burbujea.
Atormentado largo rato por el cuplé, monsieur Triquet se levanta con grave además;
la reunión guarda profundo silencio, Tatiana está medio muerta. Triquet se dirige
hacia ella con una hoja en la mano y se pone a cantar desentonando. Le aclaman con
gritos y aplausos; ella viene a sentarse al lado del cantante. Entretanto, Lenski, el
modesto, pero gran poeta, alza su copa a la salud de Tania. Empiezan las
felicitaciones, los elogios; Tatiana da las gracias. Cuando le llega el turno a Eugenio,
el aspecto triste de la joven, su turbación y su cansancio despiertan compasión en su
alma: se inclina silencioso ante ella, mientras sus ojos expresan una maravillosa
dulzura. ¿Estaba realmente conmovido? ¿Sería una simple muestra de galantería? ¿O
tan sólo era buena voluntad? Sea lo que fuese, su mirada infundió esperanzas en el
corazón de Tatiana.