CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 43

Por un momento cesan las conversaciones, las bocas mastican. En todos sitios se

oyen ruidos de platos, de cubiertos, de copas que se entrechocan. Pronto se levanta un

alboroto general; nadie escucha, todos hablan, ríen, discuten. Las puertas se abren de

par en par; entra Lenski, seguido de Onieguin. «Por fin, ¡alabado sea Dios!», exclama

la dueña de la casa. Los invitados se aprietan para dejar sitio a los recién llegados, les

traen sillas, les ponen los cubiertos y les ofrecen asiento frente a Tatiana, que está

más pálida que la luna matinal y más asustada que un gamo perseguido. No se atreve

a levantar sus ojos oscuros; el ardor de la pasión la devora; se ahoga y no se oye las

felicidades de los dos amigos, y las lágrimas pugnan por salir de sus ojos. La

pobrecilla está a punto de desmayarse; pero su voluntad y su razón se sobreponen, y

consigue murmurar entre dientes dos palabras de bienvenida.

Hacía tiempo que Eugenio no podía soportar los desmayos de las jóvenes, sus

lágrimas, sus ataques de nervios. ¡Bastante los había aguantado! Al llegar a este festín

ya estaba de mal humor; pero, al darse cuenta de la turbación de la doncella; bajó los

ojos con pesar y, sumamente enfadado, juró hacer rabiar a Lenski para vengarse de él

por haberle traído a este lugar. Ahora, triunfando de antemano, se pone a dibujar en el

fondo de su alma la caricatura de todos los invitados.

Claro que no solamente fue Eugenio el que se dio cuenta de la turbación de Tania.

Pero en aquel momento las miradas y la conversación se concentraban en un

mantecoso pirog —que, por desgracia, estaba demasiado salado—. Y he aquí que

entre el asado y los postres traen champaña seguido de un batallón de copas altas y

delgadas, parecidas a tu talle, Zizi, cristal de mi alma, objeto de mis versos inocentes,

atrayente cáliz de amor, tú, la que tantas veces me embriagaste.

Libre del corcho húmedo, dispárase ruidosamente la botella, y el vino burbujea.

Atormentado largo rato por el cuplé, monsieur Triquet se levanta con grave además;

la reunión guarda profundo silencio, Tatiana está medio muerta. Triquet se dirige

hacia ella con una hoja en la mano y se pone a cantar desentonando. Le aclaman con

gritos y aplausos; ella viene a sentarse al lado del cantante. Entretanto, Lenski, el

modesto, pero gran poeta, alza su copa a la salud de Tania. Empiezan las

felicitaciones, los elogios; Tatiana da las gracias. Cuando le llega el turno a Eugenio,

el aspecto triste de la joven, su turbación y su cansancio despiertan compasión en su

alma: se inclina silencioso ante ella, mientras sus ojos expresan una maravillosa

dulzura. ¿Estaba realmente conmovido? ¿Sería una simple muestra de galantería? ¿O

tan sólo era buena voluntad? Sea lo que fuese, su mirada infundió esperanzas en el

corazón de Tatiana.