CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 53

¡Ay lector! Fuera de lo que fuese, el amante adolescente, el pensativo y soñador

poeta ha encontrado la muerte por una mano amiga. Hay un sitio, a la izquierda de la

aldea donde vivió este discípulo de la inspiración, en el que dos pinos han entrelazado

sus raíces a orillas de un arroyo que serpentea por el valle vecino. Allí le gusta

descansar al labrador, y las segadoras vienen a llenar de agua sus sonoros cántaros.

Allí cerca del arroyo, en la espesa sombra se eleva un sencillo monumento.

Debajo de él, en cuanto empieza a caer la lluvia primaveral sobre el césped de los

campos, el pastor, tejiendo su lapot

[43] de vivos colores, canta una tonada que habla

de los pescadores del Volga; la joven de la ciudad que pasa el verano en el pueblo,

cuando galopa sola por los prados, para delante de él su caballo, aprieta las riendas de

cuero y, levantando el velo de su sombrero, lee con rápida mirada la sencilla

inscripción; una lágrima vela sus dulces ojos. A paso lento prosigue su camino por la

amplia explanada, sumida en sueños, y durante largo rato el recuerdo de Lenski

invade involuntariamente su alma.

Onieguin piensa: «¿Qué fue de Olga? ¿Su corazón sufrió mucho tiempo, o pasó

pronto el periodo de las lágrimas? ¿En dónde se halla ahora su hermana? ¿En dónde

se encuentra el fugitivo de la sociedad, de la gente, el enemigo renombrado de las

bellezas de moda? ¿En dónde está este extravagante tenebroso, asesino del joven

poeta?».

Con el tiempo os daré cuenta detallada de todo esto. Pero ahora no. Aunque amé

de todo corazón a mi héroe, aunque desde luego vuelva a él, en este momento no

estoy con fuerzas para ello. Los años nos inclinan hacia la poesía severa y echan a la

rima traviesa; yo reconozco, con suspiros, que le hago la corte con más pereza que

antes. La pluma ya no se siente con las mismas ganas que otrora para embadurnar las

hojas volantes. Otros sueños fríos, otras preocupaciones serias atormentan la

tranquilidad de mi alma en el barullo del mundo y en la paz.

Conocí otros deseos, conocí la tardía tristeza; no hay placer para mí en lo

primero; en cuanto a la vieja tristeza, me da lástima. ¡Sueños, sueños! ¿En dónde está

vuestra dulzura? ¿Es posible que al fin se marchitase su corona, que verdaderamente

pasaran ya los días de mi primavera desprovista de fantásticas elegías? —hube de

repetir con frecuencia hasta el día—. ¿Es posible que no vuelva? ¿Es posible que

pronto tenga yo treinta años?