¡Ay lector! Fuera de lo que fuese, el amante adolescente, el pensativo y soñador
poeta ha encontrado la muerte por una mano amiga. Hay un sitio, a la izquierda de la
aldea donde vivió este discípulo de la inspiración, en el que dos pinos han entrelazado
sus raíces a orillas de un arroyo que serpentea por el valle vecino. Allí le gusta
descansar al labrador, y las segadoras vienen a llenar de agua sus sonoros cántaros.
Allí cerca del arroyo, en la espesa sombra se eleva un sencillo monumento.
Debajo de él, en cuanto empieza a caer la lluvia primaveral sobre el césped de los
campos, el pastor, tejiendo su lapot
[43] de vivos colores, canta una tonada que habla
de los pescadores del Volga; la joven de la ciudad que pasa el verano en el pueblo,
cuando galopa sola por los prados, para delante de él su caballo, aprieta las riendas de
cuero y, levantando el velo de su sombrero, lee con rápida mirada la sencilla
inscripción; una lágrima vela sus dulces ojos. A paso lento prosigue su camino por la
amplia explanada, sumida en sueños, y durante largo rato el recuerdo de Lenski
invade involuntariamente su alma.
Onieguin piensa: «¿Qué fue de Olga? ¿Su corazón sufrió mucho tiempo, o pasó
pronto el periodo de las lágrimas? ¿En dónde se halla ahora su hermana? ¿En dónde
se encuentra el fugitivo de la sociedad, de la gente, el enemigo renombrado de las
bellezas de moda? ¿En dónde está este extravagante tenebroso, asesino del joven
poeta?».
Con el tiempo os daré cuenta detallada de todo esto. Pero ahora no. Aunque amé
de todo corazón a mi héroe, aunque desde luego vuelva a él, en este momento no
estoy con fuerzas para ello. Los años nos inclinan hacia la poesía severa y echan a la
rima traviesa; yo reconozco, con suspiros, que le hago la corte con más pereza que
antes. La pluma ya no se siente con las mismas ganas que otrora para embadurnar las
hojas volantes. Otros sueños fríos, otras preocupaciones serias atormentan la
tranquilidad de mi alma en el barullo del mundo y en la paz.
Conocí otros deseos, conocí la tardía tristeza; no hay placer para mí en lo
primero; en cuanto a la vieja tristeza, me da lástima. ¡Sueños, sueños! ¿En dónde está
vuestra dulzura? ¿Es posible que al fin se marchitase su corona, que verdaderamente
pasaran ya los días de mi primavera desprovista de fantásticas elegías? —hube de
repetir con frecuencia hasta el día—. ¿Es posible que no vuelva? ¿Es posible que
pronto tenga yo treinta años?