¿Qué hay de mi Onieguin? Rendido, después del baile vuelve a su casa para
dormir, mientras el turbulento Petersburgo se despierta al redoble del tambor. El
comerciante se levanta, el vendedor ambulante sale a la calle, el izvoschik se dirige
a su parada; una mujer de Ojta corre con un jarro de leche; la nieve cruje bajo sus
pies. Los agradables ruidos de la mañana surgen por doquier, las persianas se abren,
el humo de las chimeneas se eleva en torbellinos hacia el cielo azul, y el panadero,
alemán metódico, con un gorro de papel, ya abrió varias veces su was ist das.
El hijo de lujo y de las diversiones, cansado del alboroto del baile, duerme
apaciblemente en la beatífica oscuridad, transformando el día en noche. Se despierta
después del mediodía y reanuda su vida monótona y abigarrada hasta la mañana
siguiente. Hoy igual que ayer, mañana igual que hoy. Pero ¿era feliz mi Eugenio con
su libertad, en la flor de sus mejores años, en medio de sus brillantes conquistas, entre
sus diarios goces? No; enseguida se enfriaron sus sentidos, le cansó el mundanal
ruido, las bellezas ocuparon muy poco sus pensamientos cotidianos, las infidelidades
tuvieron tiempo de fatigarle, los amigos y la amistad le aburrieron. No siempre se
puede regar el bistec y el pastel de Estrasburgo con una botella de champaña, ni
acumular palabras mordaces cuando duele la cabeza; aunque era un pícaro
inflamable, al fin acabó por odiar la guerra, la espada y el plomo.
La enfermedad cuya causa es necesario buscar en lejanos tiempos, parecida al
esplín inglés, o mejor, a nuestra jandra rusa, se fue apoderando poco a poco de él.
¡Gracias a Dios, no le vino la idea de darse un tiro; pero perdió todo su apego a la
vida! Como Childe Harold, frecuentaba los salones, taciturno y melancólico; nada le
conmovía, nada le sacaba de su ensimismamiento: ni los chismes de sociedad, ni el
boston, ni las miradas prometedoras, ni los suspiros indiscretos. ¡Caprichosas del
gran mundo! A todas os abandonó él antes que le dejaseis. Verdad es que en nuestros
tiempos el buen tono es bastante aburrido. Puede ser que alguna dama hable de Sey o
de Bentham; pero, en general, su conversación es más insoportable que una charla
insulsa. Añádase a esto que son tan castas, tan altaneras, tan inteligentes, tan devotas,
tan prudentes, tan serias, tan inaccesibles a los hombres, que con sólo verlas ya da el
esplín. También a vosotras os dejó mi Eugenio, jóvenes bellezas que los drochki
atrevidos raptan por las calles de San Petersburgo al anochecer. Renegando de los
placeres tempestuosos, Onieguin se encerró en su casa, bostezando, tomó la pluma:
quería escribir; pero este trabajo tenaz le fastidiaba; no salió nada de su pluma y no
entró en la corporación de los hombres agresivos, a los que no juzgo, porque
pertenezco a su gremio.