CulturaLado B

La buena semilla, por Javier «tigrillo» Vallejo

Estaba una dentista en una librería de viejo, buscaba un libro para su padre y el librero le recomendaba Noventa Odas, de Horacio. Había escuchado poco de ese escritor y sin investigar nada pagaba treinta pesos. Llegaba a una cafetería para ver su padre y obsequiarle el libro. Estaba solitaria y su viejo demoraba en llegar. Se ponía a leer en silencio, no tenía distractor para ingresar en el mundo de la imaginación. Leía y no comprendía algunas palabras y recurría al diccionario de su celular. Le parecía absurdo el lenguaje de antaño y de las guerras de héroes.

Al poeta le gustaba ensalzar a las mujeres, a ellas dirigía sus composiciones líricas, algo similar a lo que hacía Shakespeare con Romeo y Julieta. La dentista se llamaba Clara, era una joven de ojos cafés y delgada, tenía 29 años y era católica. Le gustaban Los Simpson y amaba irse los fines de semana a caminar por la montaña. Leer los poemas le hizo imaginar cuando conoció la playa. Recordaba aquellas aventuras y disfrutaba. Durante la lectura comprendía que el epicureísmo era una búsqueda de felicidad, que se combinaba con los placeres. Al llegar su padre le obsequió el libro. El señor estaba contento y en sus adentros se sentía feliz porque su pequeña había heredado la buena semilla. Era el atardecer y ambos dialogaban amenamente.