CulturaLado B

La fiesta de las balas 7, de Martín Luis Guzmán

Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura ya medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo.

Un soldado levantó el rifle para hacer blanco:

—Se ve mal —dijo, y disparó.

La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera.

Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo tuvo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; se lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así se mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:

—Así que acabes, tráete los caballos.

Y siguió andando.

El asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.

Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso débil, y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.

Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba en la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.

—Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el cansancio.

—¿Aquí en este corral, mi jefe?… ¿Aquí?…

—Sí, aquí.

Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.

El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja.

Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos: con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.

El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura limpidez de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:

—Ay…

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:

—Ay… Ay…

Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó:

—Ay… Ay… Ay…

Y éste último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma.

—Ay… Por favor…

Fierro se agitó en su cama…

—Por favor… agua…

Fierro despertó y prestó oído…

—Por favor… agua…

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.

—¿Mi jefe?

—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!

—¿Un tiro a quién, mi jefe?

—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?

—Agua, por favor —repetía la voz.

El asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma lo embargaba.

A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.

La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre, Fierro dormía.