CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 41

Pero Gregorio comprendía que no era sólo la
consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera
podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de
agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un
cambio de casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que
habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su
círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente
pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el
desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba
por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes,
corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la
familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra
vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la
hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban,
dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy
juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio,
decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de
nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o
simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba
que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los
asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo,
después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los
aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos
de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un
recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien
había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos
ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en
lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y
Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no
estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía
rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía
imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo
podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso
aunque no tuviese hambre alguna.