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Porfirio Díaz, una efigie eclipsada

Probablemente el general Porfirio Díaz en sus últimos momentos de vida hubiese deseado regresar a México para descansar en paz. Tal vez se haya arrepentido de sus errores y haya pedido perdón por todos los asesinatos de su autoría intelectual. Aunque su actitud de republicano patriota lo sitúa en el pedestal de bronce, donde moran los héroes.

Los fantasmas de la historia persiguen al general Díaz, no obstante, su ilusión y anhelo de volver fueron una fotografía de su tránsito sereno. Se burlaba de sus arrugas y de sus canas, sus paseos nocturnos por las calles europeas, sus charlas con viejos amigos, su felicidad y momentos de sosiego estaba en la convivencia con sus nietos.

Sus días seguían siendo estridentes y orgullosos, se sentía traicionado por los políticos, su vanidad y bravura estaba intacta, no lograba asimilar la derrota, sentía injusticia divina, era un vil desterrado indigno.

¿Héroe o villano?, – ¿estadista o criminal?, es preciso razonar sobre la iconografía y filosofía del militar versus la del presidente. Un ejercicio de lectura e imaginación histórica.

Los historiadores y novelistas le han dado al señor Porfirio Díaz muchos distintivos iconográficos, “fulgurante de bordados y medallas de todos los brillos”, valeroso, héroe de mil batallas; para otros es un cobarde, rastrero y asesino. Hay varias fisonomías que fotografían en secuencia cronológica los más de treinta años de gobierno del porfiriato.

Porfirio Díaz encontró en la figura de Juárez un ejemplo para imitar sus modos y costumbres de vida, su mayor utopía fue emular el heroísmo del guerrero zapoteco y edificar el mito sobre el insigne Juárez.

El general Díaz poseía una gran habilidad política, su labor de árbitro fue esencial para ejercer el poder con autoridad y éxito. Sus artimañas fueron importantes para prolongar y construir un poder oligárquico y hegemónico; el pueblo mexicano carecía de visión, detenido por el analfabetismo, sin libertad de prensa y sin un verdadero trazo político.