Cultura

Avelino Arredondo 2, de Borges

La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el
deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés. No
trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola
noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a
Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.


Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso
de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor
dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera
una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero
todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque
y pensaba un día menos.


Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba,
leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina
cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de
apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil,
porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que
no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un
vintén.


Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos
menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía
sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó
por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos
museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.