Cultura

Del Libro del desasosiego

Cuando vine por primera vez a Lisboa, había, en el piso de encima de donde vivíamos, un sonido de piano tocado en escalas, aprendizaje monótono de una niña que nunca vi. Hoy descubro que, por procesos de infiltración que desconozco, tengo todavía en las bodegas del alma, audibles si abren la puerta allí abajo, las escalas repetidas, tecleadas, de la niña hoy señora otra, o muerta y encerrada en un lugar blanco donde verdean negros los cipreses. Yo era un niño, y hoy ya no lo soy; el sonido, sin embargo, es igual en el recuerdo a lo que era en la verdad, y tiene, perennemente presente, si se alza desde donde finge que duerme, el mismo lento tecleado, la misma rítmica monotonía. Me invade, al considerarlo o sentirlo, una tristeza difusa, angustiosa, mía. No lloro la pérdida de mi infancia; lloro que todo, y con ello la infancia, se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta del tiempo que es mío, lo que me duele en el cerebro físico por la recurrencia repetida, involuntaria, de las escalas del piano de encima, terriblemente anónimo y lejano. (…) Enloquezco de tener que oír. Y por fin soy yo, en mi cerebro odiosamente sensible, en mi piel pelicular, en mis nervios expuestos a la superficie, las teclas tecleadas en escalas, oh, piano horroroso y personal de nuestro recuerdo. Y siempre, siempre, como en una parte del cerebro que se tornase independiente, suenan, suenan, suenan escalas arriba y abajo en la primera casa de Lisboa en donde vine a vivir. (Bernardo Soares, Libro del desasosiego)