CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 38

CAPÍTULO V

¡Oh Svetlana! ¡Ojalá no hubieras conocido la terrible significación de

tu sueño!

(Jukovski).

Aquel año el otoño se prolongó mucho; la Naturaleza esperaba, esperaba el

invierno. Nevó al final de enero, en la noche del 2 al 3. Habiéndose despertado

temprano, Tania vio por la ventana el corral emblanquecido durante la noche, así

como los cercados, los tejados y la verja; ligeros dibujos en los cristales, los árboles

cubiertos de plata de invierno; en el patio, a los alegres cuervos, y las montañas,

cubiertas del blando tapiz invernal. ¡Todo está blanco, todo brilla alrededor! Es

invierno. Triunfalmente el campesino emprende el camino con su trineo; su caballo,

husmeando la nieve, se arrastra al trote con indolencia. Vuela la valiente kibitka,

levantando a su paso copos vaporosos de los surcos. El cohero está sentado en el

pescante con su tulup de borrego y su cinturón rojo. Allí corre un chiquillo del

pueblo; ha sentado en el trineo al perro, y él se ha transformado en caballo, ¡oh, el

travieso! Se ha helado un dedo, le duele y se ríe, mientras su madre le amenaza desde

la ventana.

Pero tal vez no os atraiga un cuadro de este género; todo esto es vulgar, aquí no

hay nada grácil. Puede ser que otro poeta, con un estilo esplendoroso, arrebatado por

inspiración divina, nos describiera las primeras nieves y todos los matices del

soñoliento invierno. Os seduciría más, estoy convencido de ello, describiendo en

versos inflamados los paseos secretos en trineo. Entretanto, yo no pienso batirme ni

con él ni contigo, cantante de la joven finlandesa.

Tatiana, alma rusa, sin saber por qué, amaba el invierno con su fría belleza, la

escarcha al sol en un día glacial, los trineos, la reverberación rosada de la nieve en la

tardía aurora y la niebla que hay por la Epifanía. Estas noches triunfaban en su casa a

la moda antigua; las sirvientas echaban la buenaventura a sus señoritas y les

predecían cada año maridos militares y campañas en las que ellos intervenían.

Tania creía en la tradición popular de la antigüedad, en la buenaventura echada en

cartas, en los sueños y en lo que auguraba la luna. Le atormentaban los objetos y

secretamente todos le decían algo, el presentimiento le oprimía el corazón; el gato

mimoso, sentado encima de la estufa, ronroneando, se lavaba la cara con la patita;

esto era para ella un infalible presagio de la llegada de los invitados. Si veía el cuerno

estrecho de la luna en el lado izquierdo del cielo, temblaba y palidecía.

Cuando la estrella fugaz volaba por el cielo oscuro, para luego desvanecerse,

Tania, con turbación, se daba prisa a murmurarle el deseo de su corazón antes que

desapareciese. Cuando en algún sitio se encontraba con un fraile vestido de negro, o

cuando una liebre le cortaba el camino en el campo, llena de dolorosos

presentimientos, esperaba la desgracia, y por miedo no sabía qué empezar.

Encontraba un placer indecible en el mismo horror, porque la Naturaleza nos creó de

tal manera, que nos gustan las contradicciones.

Llegaron las fiestas de Navidad. ¡Qué alegría! La irreflexiva juventud, a la que

nada le da lástima, delante de la cual la vida aparece clara e inmensa, echa las cartas;

también las echa la vejez, a través de sus lentes, casi a las puertas de la tumba,

desprovista ya de todo irremediablemente. Es igual; la esperanza le miente con su

balbuceo infantil. Tatiana, con mirada curiosa, observa la cera derretida en un plato

de agua que con mágicos dibujos le predice algo maravilloso. Por turno van saliendo

anillos; también a ella le sacaron uno al compás de la vieja canción:

Allí los campesinos son todos ricos,

y con palas recogen la plata.

¡Felicidad y gloria al que cantamos!

Pero el canto, por su triste entonación, parece hablarle de muerte.