En cierto día caminábamos por el Río Sena y decidimos salirnos del camino, llegamos a la librería Galignani. Era un lugar fantástico que me había recomendado el señor Julio Serrano, que era el dueño de la casa en donde nos brindaban asistencia. Entre la búsqueda me encontré con unos libros, uno de ellos se titulaba El libro de los espíritus de Allan Kardec. El precio costoso lo ameritaba porque estaba firmado por el autor e impresa en 1857. En esa ocasión mi hermano Gustavo me presto dinero para completarlo.
—Vivir en París era tan maravilloso como lo relataba Victor Hugo en sus novelas, aunque éramos estudiantes y de buena familia, vivir aquí era costoso y no deseábamos los lujos—. Conocía bien la cultura parisina por su literatura, había leído con acuciosidad los libros de la biblioteca del Tata Evaristo, ya que toda su vida fue un admirador de sus pensadores y del liderazgo de Napoleón Bonaparte. La historia universal y la cultura fue algo que la familia sembraba en nosotros.
Hoy leía un libro sobre Política, el autor era Aristóteles, pensaba que los hombres éramos unos animales de la política. Mi vida en ese entonces era reflexiva, los libros me habían cambiado. Me gustaba que la libertad era un sentimiento democrático y cuyo poder debiera ser alternado. Sus principios eran de justicia y justificaba las revoluciones ante la desigualdad. En lo personal pienso que el oficio político se componía de dos elementos esenciales: igualdad y libertad.
Estar entre libros era un sueño, aquel día era cálido y se podía respirar un aire de libertad, algo que amaba de la cultura francesa, ese trato humano hacia los extranjeros. No obstante, lo que no sabía era que aquella tarde se produciría un asesinato en la librería, un malhechor italiano asaltaba y mataba a sangre fría al responsable del lugar. Ese día Gustavo me había acompañado, de hecho, no pudo conciliar el sueño, lo atormentaba aquel charco de sangre entre libros. La prensa comentaba que el asesino era un anarquista italiano.
