Lo encontré en Celaya, al pie de la “Bola del agua”,
cuando estaba saliendo la gente de la misa de San Francisco. Su pierna de palo, su pujante barriga y su máscara
de cartón lo hacían inconfundible.
—¡Mi coronel!
Volvió bruscamente la cara, le brillaron los ojos y se le
acentuó su estereotipada sonrisa, muy contento, creo yo,
más que por el encuentro por el grado militar que le refrendaba. Me parece que ni siquiera supo con quién hablaba.
Nos dimos un abrazo y, sin más, me invitó a que los
acompañara a la estación adonde tenía un asunto
urgente, para platicarme mucho.
Tomamos un auto.
—Ahora me ocupo en la introducción de ganado.
—¡Mucho dinero, mi coronel!
Encogió los hombros y forzó su sonrisa de falsa
modestia, habitual en los ricachones muy codos.
—Así… así…
—Pero de todos modos se vive.
—¡Vaya si se vive! Voy a recoger la documentación de
los ferrocarriles de un tren de bueyes gordos que acabo de embarcar.
Prorrumpió en improperios, cuando al bajar del
coche vió ocupada la vía por un tren militar y sus carros
de ganado allá muy lejos, cerca del panteón, en un escape.
Hasta a la pierna de palo le alcanzaron las maldiciones. Afortunadamente algo lo distrajo y le refrescó el coraje.
—Espere, venga, vamos a ver.
Una escena violenta entre un soldado y una veintena de agraristas inermes que le hacían ascos al embarque en el tren de soldados.
El señor diputado había dicho:
—Muchachos, el Gobierno lo único que les exige es
que defiendan las tierras que les vamos a repartir y de
las que quieren apoderarse esos maldecidos curas.
Daba gana de preguntar al señor diputado en dónde
diablos estaban ahora los curas y de pedirle la receta con
que el presidente Calles los había enseñado a no comer.
Uno de los más avezados, de los que habían preferido “las mazorcas” de Calles a la “gloria celestial”, de los totaches, eructando de satisfacción pensó: “¿Y si en vez de tierras lo que van a repartirnos son balas?”
Lo pensó, pero no le dijo, porque es muy feo que lo tengan a uno por poco hombre y, sobre todo, porque nunca se imaginó que sus diecinueve camaradas estuvieran pensando lo mismo.
El señor diputado, viéndolos indecisos, acudió al argumento que no falla nunca.
El aguardiente alegra el alma y vigoriza los músculos. Por eso caminaban por la polvorienta carretera, cantando alegres y confiados, conducidos sólo por dos soldados.
Su proximidad al tren cargado de tropa les dio la corazonada definitiva.