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Las mil formas y caras de la Iglesia

Benedicto XVI, último sucesor legítimo de Pedro

Raúl Olvera Mijares

El primero de enero de 2023 habría de saludarnos con dos noticias, contrapuestas y encontradas, la inverosímil vuelta al poder de Luíz Inácio Lula da Silva al frente de la presidencia del Brasil, por tercera y ojalá no última vez –si no, él mismo, al menos, la continuidad de su proyecto partidario de nación, del todo contrario al fascismo corporativista del pérfido Bolsonaro– y la muerte, discreta, convenientemente acallada, del príncipe entre los obispos católicos, Benedictus Pontifex Pontificum Sextus et Decimus. Para la mayoría de los fieles, puesto que ésta es la versión que enarbola la jerarquía, papa emérito. Hasta hará cosa de unos cuantos decenios, emérito era un término que se oía más que nada en el ámbito universitario, cuando el titular de una catedra, por impedimentos de salud, las más de las veces, a causa de la edad, o bien por algún mal crónico, se apartaba del cuerpo docente, no por ello, dejar de ser una autoridad, referencia obligada de consulta. Ex merito, por merecimiento, de ahí emeritus, algo así como honorario, no obsoleto, aún en funciones para ciertos fines, más bien, de representación.

El término comenzó a aplicarse, los últimos 40 años, a los obispos quienes, traspasado el umbral de los 75, podían retirarse, siendo reemplazados por un sucesor algo más joven, presumiblemente en cabal poder de sus facultades. Nada más fácil que extender el concepto al papa mismo (estas disposiciones de ley se le ocurrieron a Juan Pablo II, brillante pensador, no necesariamente impecable canonista). Sólo que obispos hay varios, papa, sólo uno. Es fácil también establecer la comparación con la investidura de un monarca y con la posibilidad de abdicar. A fin de cuentas, el monarca es sólo uno (valga la redundancia etimológica). Todos los eméritos retienen el carácter, dignidad, incluso, algunos privilegios del encargo, como título y tratamiento. Todos estos pormenores han venido a obnubilar el carácter irregular y de claro despojo, perpetrado contra la persona del profesor emérito (ahora sí), cardenal Joseph Ratzinger quien, traicionado por su jefe de Estado, a la sazón el cardenal Tarcisio Bertone, se vio envuelto en una serie de conjuras de índole financiera (para variar, con el infausto Juan Pablo I), por los malos manejos en la Banca, complicados con las desmedidas y abiertas ambiciones del autodenominado Grupo Mafia de San Gal, integrada por progresistas, librepensadores y francamente entreguistas, fieles servidores de la Élite, puntuales adeptos y practicantes de ritos masónicos (desde 1917 el derecho canónico establece la pena de excomunión a causa de la pertenencia probada a la masonería), en forma predominante centroeuropeos, de naciones como Bélgica, Suiza, Alemania, Austria, Francia, Ucrania e Inglaterra. Citar los nombres sería ocioso, nada más adjudicarles un mérito del que están lejos de ostentar. Pues, ¿desde cuándo han sido buenos los traidores? De cualquier manera, una rápida zambullida en la información disponible y los videos, aclarará cualquier duda.

La cuestión principal es que su Santidad jamás entregó una renuncia válida, en forma jurídica (tiempo y forma), continuó residiendo en el Estado Vaticano, fuera en el palacio de veraneo de Castel Gandolfo, dominando el Lago Albano, o en la residencia, erigida exclusivamente para uso suyo, la Mater Ecclesiae, enclavada nada menos que en medio de los jardines vaticanos, nunca dejó de portar, además, el blanco pontificio ni, mucho menos, hizo destruir el anillo del pescador, los cardinales (incluido monseñor Bertone siguieron arrodillándose y besando el añillo, en señal de incondicional e hipócrita obediencia). Ahora surge la ridícula cuestión de cómo han de sepultarlo, si con el palio pontificio o sin éste, al final, se fue casi desnudo y presentado hecho un fiambre, ahí sí, no se ha contemporizado en nada, la cosmética eufemista de la muerteros no ha entrado en escena; el añillo jamás se ha mostrado destruido, mediante consabido mazo; en fin, es difícil ser coherente en esta charada o última conjura de los necios, con sede impedida, no vacante, mientras vivía, con un antipapa ocupando el solio y, ahora, con sede vacante, sí, y un administrativo, regente más bien espurio, mero oficioso, quien de seguro, no espera más que el momento de renunciar a su vez (la comedia de la piedad y la apertura hacia todos los antes excluidos debe ser algo cansada) o, en su defecto, que lo ayuden a mal morir, no sería el primero en la historia, si tiene la mala ocurrencia de perder la cabeza y pretender perpetuarse. Pero no, hasta eso, se buscaron uno que sabe obedecer órdenes (aprendió de las distintas juntas de militares, golpistas y sanguinarias, de su natal Argentina, siempre bajo la égida estadounidense), siguiendo aquel olvidado lema de perinde ac cadaver, déjate llevar como cuerpo sin vida, la divisa de los –por lo visto– desmemoriados jesuitas. De manera patente, instalar a un negro (no lo digo por el temido “papa negro” al frente de la Societas Jesu), más bien mulato, en la sede del gobierno estadounidense, resultó de gran provecho populista para la Élite, por qué, entonces, no hacer sumo pontífice a un meteco, también medio italiano y medio algo más, es decir, la mezcla más socorrida entre latinoamericanos, comprensivo además con todos los antes “señalados”. ¿Quién es el siguiente en la lista de sucesión de la Mafia de San Gal, pequeña ciudad suiza, no lejos del Lago de Constanza, uno de ellos u otro prestanombres cualquiera, de preferencia, con arrastre entre las multitudes? A emulación de la Élite, los del San Gal no quieren ocupar puestos visibles sino ser la mano que, desde la sombra más densa y segura, mece la cuna.

Esa aberración del espíritu humano, que ha conducido, entre otras calamidades, a las guerras mundiales y ahora las pretendidas catástrofes de salubridad a escala global, la –en apariencia– loable e inocua meta de poner al día, contemporizar, adaptarse a los nuevos tiempos, el ideal de la ciencia positiva a partir del siglo XIX y la moderna técnica –rara vez tecnología– no parece rimar con prácticas antiquísimas, tradiciones inveteradas, fundamentaciones míticas del Cosmos que se pierden en la noche de los tiempos, cuna del surgimiento de la Cultura. El hinduismo, el budismo, derivado del primero (de la misma forma que el cristianismo se desprendiera del judaísmo), el islamismo, que está en el mismo caso, religiones más antiguas unas y otras quizá no tanto, las cuales se aferran a ritos vetustos, lenguajes olvidados –formas clásicas o canónicas de éstos en franco desuso hoy– y una visión del mundo que exige de los modernos esforzarse por comprender y abrazar como propio el pasado, en suma, formas de pervivencia de tradiciones vigorosas, resistentes a tergiversaciones adventicias, reacias al cambio, escudos certeros que preservan contra un concepto global de explotación, el mismo en todas partes, sin rostro y despiadado. El sánscrito sobrevivió gracias a los fieles hindúes, una lengua de una transcripción fonética fidelísima, realmente anonadora, el chino clásico merced a Confucio y Laocio, más pensadores que místicos o devotos, como sucede con Sócrates y Platón, el eslavón o eslavo eclesiástico, que hermana las iglesias rusa, búlgara y serbia, el árabe clásico, baluarte de la fe en el profeta Mahoma, los ejemplos parecen multiplicarse y no tener fin. En cambio, sólo para desdoro de Occidente, la tradición católica abandonará, con una facilidad pasmosa, la lengua de Roma. Monseñor Marcel-François Marie Lefebvre en Friburgo-Vales, Suiza, estuvo lejos de ser una voz aislada que clamase en el desierto, a guisa del empecinado Bautista. Una religión no sólo sirve para poner en contacto al hombre con la divinidad, sino que cumple una misión cultural y terrena, de índole más práctica y tangible, mantener intacto el vínculo real con el pasado. La lengua litúrgica era la que prestaba carácter y legitimidad histórica al catolicismo de Roma, en contraste con el griego de los ortodoxos, lengua acaso más noble y sutil, en la que se redactara el Antiguo Testamento, salvo el evangelio de Mateo. Con la renuencia de Benedicto XVI a seguir desempeñando funciones administrativas y de gobierno, bastante estorbosas y redundantes, en especial, cuando otros son los que detentan el poder real, leída a bocajarro durante canonización ante el Consistorio (los cardenales todos reunidos), sólo un escaso cuarto de los altos aunque no precisamente estudiosos prelados, alcanzó a entender a cabalidad el significado, otro cuarto nada más malició y la apabullante mitad se quedó completamente a oscuras, preguntándole al vecino de al lado, con qué necedad les quería salir ahora el –para la mayoría– senil e insufrible alemán, émulo de Hitler. El latín continúa siendo la lengua oficial del Iglesia, lengua ahora sí, rematadamente muerta, justo ultimada por sus últimos custodios y detentadores. En olvidada encíclica, Pascendi dominicis gregis (1907), Pío X condenaba el modernismo en general y, más en particular, en su versión teológica. ¡Lástima que sus amedrentados y eclécticos sucesores no hayan tenido los tamaños para defender, a capa y espada, tal postura! Tantos de ellos, ya en liga con la Élite. La congregación que fundase monseñor Lefebvre se llama precisamente Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Cuando en 1976, recibiera la moción canónica de no atreverse a ordenar sacerdotes, el viejo arzobispo francés, ex superior de la Congregación del Espíritu Santo, misionero él mismo en el África negra, dijo aquello de “No es posible entrar en diálogo con masones, comunistas ni con el demonio”. La suspensio a divinis vendría cuando ordenó a cuatro obispos, levantada por Benedicto XIV, a la muerte del fundador. Monseñor Carlo Maria Viganò, también arzobispo ni siquiera cardenal, antiguo nuncio ante los Estados Unidos, no hace mucho, hizo eco de aquellas actuales palabras, denunciando igualmente la farsa de la “plandemia” y la demonización de Putin junto con la supuestamente injustificada guerra contra Ucrania.

En la letra de la Declaratio, Benedicto XVI afirma que renuncia al ministerium, al servicio activo o administración y gobierno, no precisamente al munus, encargo, encomienda, don, cometido que el buen académico y sutil teólogo alemán, se da el lujo de matizar dividiéndolo en hacer (agendo) y hablar (loquendo), ésa es la parte en cuestión que se deja vacía o libre, para que otro la cumpla, aunque también consiste en sufrir (patiendo) y rezar (orando), ésas se las reservó el papa legítimo. Dándose el lujo de poner fecha y hora, desde las cuales habrá de hacerse efectiva esta disposición de gobierno, más teatral el gesto no podía resultar, es decir, un acto con carácter acotado, matizado, de ninguna manera absoluto (el munus o encargo, es hora de dejarse de bromas, es irrenunciable, indeleble, permanente, se borra nada más con la muerte), se cede el ministerio para administrar la Iglesia y continuar con la misión apostólica de evangelizar. ¿Qué circunstancias concretas orillaron al sumo pontífice a tomar estas medidas, más bien drásticas, son materia de especulación? Se sabe, sin embargo, que por espacio de un mes, lo tuvieron confinado en sus aposentos, sin darle lugar para tomar cualquier tipo de decisión de peso. Todas estas circunstancias hablarían de un golpe de Estado, lene o suave, como suele llamarse ahora, con la imposición de un usurpador o antipapa. Benedicto XVI, es necesario recordarlo, jamás regresó a su vida anterior, como Celestino V, con quien solía compararse. Al papa le gustaba verse como un eremita, no obstante, seguía escribiendo y, en la restringida medida de las posibilidades reales, siguió enseñando y ejerciendo, hasta cierto grado, el magisterio.

El verdadero papa pasó ahora a mejor vida. Con él, quizá, desaparece el último sucesor legítimo del apóstol Pedro. Aquel oscuro monje irlandés, que vivió en el siglo XII alcanzando la dignidad episcopal, Malaquías, en sus crípticos vaticinios, veía tantas cosas que hoy, al parecer, están sucediendo. Los supuestos motivos de endeble salud en el pontífice, con los que pretendió justificar su inesperado apartamiento del cargo, para el grueso de la feligresía, fueron meros pretextos que le permitieron gozar aún de un decenio de vida apartada, consagrada a la cotidiana redacción de sus últimos libros, la plegaria y, acaso, la paciente espera de que a la actual Élite que rige el globo y ahora, en apariencia, tiene vara alta en el seno de la Iglesia de Roma, le llegue su propio apocalipsis, némesis o iusta vindictas. Pues, al final, no queda otra más que creer en la bondad intrínseca del género humano, en la justicia del Cosmos y en el místico y supremo triunfo del bien sobre el mal.

Los principales enemigos y contrafuerzas del imperialismo británico y la supremacía sionista, a saber, España y la Iglesia, han sido allanados; la primera, desde hace siglos ya (el último golpe vino en 1898 con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, quedando en las garras estadounidenses); la segunda, apenas hace unos años, desde el 2013 (el principio del fin, claro, fue el Vaticano II, entre 1962 y 1965). Con el leal bávaro, además, desaparece un sutil teólogo, melómano y canonista. La infiltración de la jerarquía católica no ha sido, de ningún modo, acontecimiento repentino, con siglos ya de lento trabajo y planeación. En todos y cada uno de los intentos, de aggiornamento y secularismo, se esconde la mano negra de esos poderes de hecho, no constituidos en Estado alguno, aunque ningún reino o república se sustrae a su influjo, unánime y definitivo, varias banderas y escudos nacionales, meros símbolos hueros, unificados por un mismo sistema financiero, global, aplastante, al que no escapa ninguna medida ni determinación de gravedad o relevancia, donde campea pax perpetua. El objetivo último, sin embargo, no es el dinero, ni siquiera la riqueza material, sino la influencia efectiva o control de facto, muy por encima del ejercido por los poderes de iure, claramente reconocibles, oficiales, inocuos. Desde el buen recaudo de la sombra y el más estricto y celosamente guardado anonimato, un Consejo supremo de unos cuantos (tres, cinco o siete) determina el destino de la humanidad, no del planeta ni siquiera, mucho menos, del Universo (son dados a la jactancia y exageración). Su facultad más relevante es la de poder controlar las conciencias, las mentalidades, la confusión metal, cuasi amnesia perpetua, en que tienen sometidos a los más entre los seres humano, los llamados Mass Media son, sin duda, el azote más aplastante y eficaz que ha conocido la historia de la humanidad, ese pernicioso aparato de Propaganda. Oponerse a un proyecto semejante fue una tarea que siempre estuvo más allá de los alcances de la Iglesia. Algunos aseveran que la Iglesia católica, el cristianismo en su conjunto, más bien, es fruto de una invención de la ya vieja Roma, postrada, ante el umbral de la imparable decadencia. Elegir una religión oficial del Imperio, abrazando eso que modernamente se llama fundamentalismo, fue medida brillante que le procuró casi dos siglos más de supervivencia a Roma, ya de por sí gravemente minada. De la misma manera, en que se tomara inspiración del judaísmo, religión bárbara y desaforada, sólo para modificar y adaptarla a otro contexto, hoy se intenta hacer algo similar con el cristianismo de masas. Los Estados Unidos, la maquinaria pesada, de opresión y control, para quienes ejercen el poder, en sus declaraciones al menos, a nivel puramente simbólico, desde luego, ficticio, se erige como una nación cristiana. Salta a la vista que su particular versión secular o a modo del cristianismo, al servicio de la guerra y la rapiña, en realidad, es la contraparte del espíritu de solidaridad con la totalidad del género humano. En la Iglesia católica de hoy, es claro, todos deben encontrar cabida. El ceder ha llevado ya casi dos siglos. Nunca pensé que iba a tocarme ser testigo del principio del fin para la Iglesia romana, en forma curiosa, no de facto si no de iure, transmutarse en algo que es como una masa gelatinosa, plástica, con mil formas y mil caras.