Cultura

¿Me recomiendas un libro?

Los que nos dedicamos a la literatura escuchamos muy seguido este comentario: “Quiero leer y no sé por dónde empezar, ¿qué me recomiendas?”. Cada que me lo preguntan me entra la angustia porque en realidad no sé. Siempre contesto con las obras que a mí me gustaron o que me hicieron ver las cosas de otro modo, pero eso no significa que tengan el mismo efecto con las demás personas. El proceso es diferente y también olvidamos algo: todos leemos, aunque no necesariamente libros. Ayer empecé un encantador ensayo de Alberto Manguel, donde comentaba que los marinos leían mapas, los astrónomos leen el tránsito de las estrellas; los deportistas, el cuerpo; los psicólogos, la conducta.

En su relato, el escritor contó la historia de cómo aprendió a leer y describió esa sensación emocionante de la infancia al adentrarse en los cuentos fantásticos. A mí me enseñó a leer mi mamá en un invierno lejano, cuando yo tenía cuatro o cinco años y no sabían ya cómo entretenerme. Era de esas niñas imparables que corría de un lado a otro, me trepaba a los árboles, saltaba, me reía a gritos de aquí para allá. Vivíamos en una colonia muy cercana de la sierra y el frío siempre era mucho peor que en el resto de la ciudad. Así que imaginen un espíritu tan enérgico encerrado por el mal clima.

No voy a contar la misma historia que muchos escritores pedantes o que muchos (únicamente) pedantes a secas relatan. Bueno, hay sus excepciones, yo le creo a sor Juana cuando dice que aprendió a leer a los tres años o a Borges cuando a los once tradujo a Oscar Wilde, pero no todos cuentan con el mismo nivel de verosimilitud. No diré que a los dos años cambié el biberón por un libro de Marcel Proust, ni diré que en el kínder recitaba pasajes del Quijote antes de dormir. Porque vaya que en el mundillo cultural una escucha cada historia… Que me disculpen aquellos por no estar a su altura, pero yo me enseñé con los “cuentitos de los patos”. Traducción: así llamaba a los cómics del Pato Donald que vendían en los puestos de periódicos a un precio muy barato. También fue fiel seguidora de los “Capulinitas”, historietas cómicas protagonizadas por la versión caricaturesca del actor Gaspar Henaine.

Volvamos a las vacaciones de invierno. Mi mamá me entretenía con sílabas y jugábamos a pegar palabras. Era por puro gusto, porque si algo tengo que agradecerle, es que nunca me impuso nada. Un día llegué y le dije: ya puedo leer. No me creyó. Pensaba que me había aprendido de memoria los cuentos, así que cuando salimos a la calle empecé a decirle las frases en los letreros. Mi madre, que siempre tuvo el mal vicio de los refrescos “light” (que antes se llamaban “Diet coke”), me impedía beberlos porque según ella la etiqueta decía “para mamás”. Ese tarde, en el camión rumbo a la casa, abrió su bebida y le dije que quería probarla. “No, es para mamás”, contestó como siempre. Le argumenté que no era cierto: “Ahí dice “diet coque” (léase con su fonética española). Así aprendí algo muy importante, ahora que sabía leer era más difícil que me engañaran.

De muchas maneras, la lectura nos da poder. No sólo podía leer ya el relato de Teodoro y su teléfono (el primer libro que recuerdo y que ilustra esta columna), además podía enterarme de los encabezados de los periódicos, los anuncios y con un poco de esfuerzo los subtítulos de las películas. Seguí leyendo durante años libros de cuentos para niños y aún conservo varios de ellos. Una vez dije que quería un gato y mi papá respondió: “Me recuerdas a una niña que también quería uno, se llamó Ana Frank y escribió un diario”. Insistí a mi mamá hasta que me lo compró y quedé aterrada con el final. En esa época, al salir de la primaria y entrar en la secundaria, leí clásicos como El principito, Los cuentos de la selva de Horacio Quiroga, Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe y el bestseller del momento: Harry Potter.

Mis padres no eran universitarios, pero sí lectores (en el camino he conocido montones de universitarios que ni por error abren un libro, ya ven las desgracias del sistema de la meritocracia). En la casa teníamos esas enciclopedias rojas que todo mundo compró, las Salvat y series de obras para niños, de ciencia y muchos temas. Pero la biblioteca de literatura la empecé yo. Después, como los libros son caros, tuve credencial de varias bibliotecas de la ciudad y pude leer tantas cosas más. Si no fuera por los préstamos, ay de mí.

El camino lector me fue muy natural y los motivos que me han hecho leer cambian todo el tiempo. Pero no puedo evitar la nostalgia por aquellas primeras historias que me hicieron imaginar y entender que la vida podía ser algo más.