¡Ay, amigos! Pasan los años, y con ellos se suceden, una tras otra, por turno
variado, las frívolas modas. ¡Todo ha cambiado en la Naturaleza! En otros tiempos,
los lunares y los miriñaques estaban en boga; el cortesano presumido y el acreedor
llevaban peluca empolvada. En ocasiones, los delicados poetas, en espera de gloria y
alabanzas, componían madrigales o ingeniosas coplas; a veces, un buen general que
servía a su patria con valentía era analfabeto. Otras veces, el fogoso creador, afinando
las sílabas al estilo pomposo, nos presentaba a su héroe como un dechado de
perfección, alentando el ardor de una pura pasión siempre a punto de sacrificarse por
el ser querido injustamente maltratado, de alma sensible, inteligente y de rostro
atrayente. En la última parte, invariablemente, acababa siempre coronada la virtud y
castigado el vicio. Pero hoy en día los cerebros están perdidos en la niebla, la moral
nos da sueño, el vicio se nos hace simpático hasta en la novela, donde triunfa. La
inverosímil musa británica atormenta el sueño de la adolescencia, cuyos ídolos son
ahora: el pensativo Vampiro; Melmoth, el sombrío vagabundo; el Judío Errante; el
Corsario, o el misterioso Sbogar. Lord Byron, por capricho afortunado, transforma el
egoísmo extremista en triste romanticismo.
Amigos míos, ¿veis en ello algún bien? Tal vez, por voluntad divina, dejaré un día
de ser poeta; en mí se establecerá un nuevo espíritu, y, sin hacer caso de las amenazas
de febo, me rebajaré hasta la dócil prosa. Entonces la novela, a la manera antigua,
entretendrá el alegre ocaso de mi vida. No describiré las secretas torturas de la
perversidad; contaré sencillamente la historia de una familia rusa, los encantadores
sueños de amor y las costumbres de antaño. Narraré las sencillas conversaciones del
padre o del anciano tío, los encuentros de los niños concertados en los viejos tilos o
cerca del riachuelo, los tormentos de los desgraciados celos, la separación, las
lágrimas de la reconciliación y nuevas disputas para conducirlos, en fin, a la boda.
Recordaré el lenguaje de la pasión melancólica, las palabras del triste amor que en
días de mi pasado me venían a los labios, a los pies de mi amada, y de las cuales ya
me desacostumbré.
¡Tatiana, linda Tatiana!, ahora lloraré contigo, caíste en las manos del tirano de
moda, le entregaste tu destino. ¡Parecerás, querida!; pero ya antes quieres con ciega
esperanza, llamas a la triste dicha, conoces la indolencia de la vida, bebes el mágico
veneno del deseo; los ensueños te persiguen, en todos sitios crees ver refugios para
deliciosas entrevistas, en todos lados aparece ante ti tu fatal tentador.
La nostalgia del amor conduce a Tatiana; va al jardín a calmar su pena; de pronto
se para, mira a un punto fijo, le da pereza seguir el camino; su pecho se agita, sus
mejillas se cubren de vivo carmín, su respiración expira en los labios, sus ojos brillan
y los oídos le zumban. Llega la noche; la luna vigilante recorre la lejana bóveda del
cielo, y el ruiseñor, en la oscuridad de los árboles, comienza sus cantos sonoros.
Tatiana no duerme, y habla bajo con su niania: «No puedo dormir, me sofoco; abre la
ventana y siéntate a mi lado».