Aquí, sin falta, encontrarás dos corazones, la antorcha y las flores; leerás
juramentos de amor hasta la tumba y un versito mordaz, invento de un poeta de
infantería. Reconozco, amigos míos, que en un álbum así estaría contento de escribir,
convencido en el alma de que cualquier amable ridiculez mía merecerá una benévola
mirada, y después nadie se pondrá a buscar con gravedad y una sonrisa maligna si yo
mentí con astucia. Pero vosotros, tomos en desorden de la biblioteca del diablo,
tormento de los rimadores a la moda, que no sois más que preciosos álbumes
adornados rápidamente por la mano de Baratinski y el pincel maravilloso de Tolstoi,
¡que un rayo de Dios os queme! Cuando una brillante dama me tiende su in-quarto,
se apoderan de mí la rabia y el temblor; en el fondo de mi alma surge un epigrama, y
¡piden que se les escriban madrigales!
Lenski no escribe madrigales en el álbum de la joven; su pluma, respirando amor,
no brilla con fría perversidad. Todo lo que en su Olga ve y oye lo escribe, y las
elegías, llenas de viva sinceridad, manan como ríos. Así tú, Yazikov, inspirado por los
bríos de tu corazón, celebras a alguien desconocido, y el conjunto de tus inapreciables
elegías representará para ti toda la novela de tu vida.
¡Silencio! ¿No oyes? El crítico severo nos ordena tirar la corona lastimera de las
elegías y grita a nuestros hermanos los rimadores: «Terminad de llorar y de croar
siempre sobre lo mismo, de lamentaros sobre lo que fue y lo que pasó; ya basta.
¡Cantad algo nuevo!».
—Tienes razón, y seguramente nos aconsejarás la chimenea, la máscara, el puñal;
tal vez resucitarás el capital muerto de nuestros pensamientos.
—¿No es así, amigos? ¡No; no lo es! Escribid odas, amigos, como se escribían en
los años poderosos, como estaba de moda en tiempos de antaño.
—¡Sólo las solemnes odas! Ya basta, amigo. ¿Qué más da? Acuérdate de lo que
dijo el satírico: «¿Es posible que te sea más soportable el astuto lírico, que canta las
ideas ajenas, que nuestros tristes rimadores?».
—Todo es vano en la elegía; da pena su objeto fútil, mientras que el de la oda es
elevado y noble.
Aquí podríamos discutir, pero yo me callo; no quiero crear discusiones entre dos
siglos.
Vladimir, admirador de la gloria y de la libertad, en la inquietud de sus
tempestuosos pensamientos, tal vez hubiera escrito odas; pero Olga no las leía.
Los poetas llorones leen sus creaciones a la amada; dicen que en el mundo no hay
recompensa superior, y verdaderamente, ¡dichoso el amante modesto que lee sus
ilusiones a la bella, agradablemente lánguida, objeto de su canto y de su amor!
Dichoso…, aunque a lo mejor puede que ella esté entretenida con algo muy distinto.
Yo sólo leo los frutos de mis ensueños y de mis armónicas fantasías a mi vieja niania,
amiga de mi juventud.
Después de la aburrida comida pasa a verme el vecino, y, pescándolo por el
faldón, le cuento mi tragedia en un rincón —y esto no es broma—. O, cansado del
aburrimiento y de las rimas, vagando por mi lago, asusto a la manada de patos que, al
escuchar el dulce canto de mis estrofas, marchan de las orillas. Mi mirada los busca
ya muy lejos; pero el cazador que anda furtivamente entre la espesura del bosque,
silva, maldiciendo la poesía, y arma cuidadosamente su fusil. Cada uno tiene su caza,
su gusto, su querido entretenimiento:
El que apunta a los patos con el fusil.
El que delira con las rimas, como yo.
El que persigue a las atrevidas moscas con un matamoscas.