CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 16

¡La pasión del juego! En los pasados años, ni el amor a la libertad, ni Febo, ni la

amistad, ni los festines, nada podía apartarme del juego de las cartas. Toda la noche,

hasta el amanecer, pensativo, interrogaba al legado del Destino: «¿Caerá a la

izquierda el valet?». Ya tocan a misa; en medio de las tiradas cartas dormitaba el

cansado banquero, y yo continuaba igual, pálido y atento, lleno de esperanzas;

entornando los ojos, plegaba la esquina de mi tercer as. Ya no soy el mismo: lleno de

sangre fría, me confío a la caprichosa suerte; no pongo la carta sombría con terror,

fijándome en el secreto; dejo en paz la tiza, y la fatal palabra attendez no me viene a

la boca. También me he desacostumbrado de la rima. ¿Qué voy a hacer? Entre

nosotros, diré que me he cansado de todo; amigos, uno de estos días intentaré

ocuparme de versos blancos. Cuando recurrimos al amparo de la bandera de la

tranquilidad sensata, cuando se apaga la llama de las pasiones, nos parecen ridículos

sus ímpetus, su poder, sus tardíos llamamientos, calmados no sin dificultad; a veces

nos gusta oír la voz rebelde de las pasiones ajenas, que conmueve nuestro corazón,

igual que el veterano inválido, en su olvidada cabaña, presta atención de buena gana a

los relatos de los jóvenes con bigote. Sin embargo, la fogosa juventud no puede

ocultar nada; siempre está a punto de charlar, de discusiones, de amor, de tristeza, de

alegría. En materia de amor, Onieguin, considerándose un inválido, escuchaba con

cara impasible de qué modo se entregaba el corazón del poeta amante de la confesión.

Eugenio conoció sin dificultad la tierna novela de su amor; este relato lleno de

sentimientos, que desde hace tiempo ya no es nuevo para nosotros. ¡Ah!, él amaba

como ya no se ama en nuestra época, como sólo el alma extravagante del poeta está

condenada a amar, siempre, en cualquier lugar, el mismo sueño, el habitual deseo, la

acostumbrada tristeza. Ni las grandes distancias, ni los largos años de separación, ni

el tiempo consagrado a las Musas, ni las bellezas extranjeras, ni el alegre barullo, ni

la ciencia, cambiaron su alma, animada por fuego virginal.

El adolescente, seducido por Olga, no conocía aún los tormentos del corazón;

conmovido, era testigo de sus juegos infantiles; a veces hasta participaba en sus

diversiones; los vecinos, los amigos y sus padres ya los destinaban al himeneo. En

aquel ambiente rústico, lleno de inocente encanto, ante los ojos de su familia, florecía

ella cual lirio escondido en la hierba profunda e ignorado de mariposas y abejas. Ni la

tonta de raza inglesa, ni la voluntariosa mademoiselle —que hasta ahora han sido

indispensables a causa de las reglas de la moda— mimaron a la linda Olga; Fedeevna,

con débil mano, mecía su cuna, la cuidaba, hacía su camita, la enseñaba a rezar, y por

la noche le contaba cuentos de Bovu y, de cuando en cuando, la mimaba.