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Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 60

Aunque sabemos que hace tiempo a Eugenio no le gustaba la lectura, había, no

obstante, excluido del destierro algunas creaciones: los cantos del Giaour y Don

Juan, y con ellos, también dos o tres novelas, en las que se reflejaban este siglo y el

hombre de hoy en día, con su alma inmoral, fría y egoísta, entregada exageradamente

a los ensueños; con su cerebro amargado, enfurecido por fútiles razones, era

representado con bastante exactitud. Muchas páginas guardan las fuertes marcas de

sus uñas; los ojos de la joven se fijan atentamente en ellas. Tatiana, estremeciéndose,

ve con qué observación Onieguin había sido sorprendido, con qué pensamiento

estaba de acuerdo. En el margen encuentra las señales de su lápiz: una breve palabra,

una cruz o un punto de interrogación; en todos sitios aparece involuntariamente el

alma de Onieguin.

Ahora, ¡gracias a Dios!, mi Tania empieza a comprender más claramente a aquel

por quien está condenada a suspirar por orden del Destino todopoderoso. El joven

triste y peligroso, creación del paraíso o del infierno, este ángel, este altivo demonio,

¿qué es? ¿Es posible que sea una imitación, un insignificante fantasma, un moscovita

vestido con la capa de Childe Harold, interpretación de ajenas fantasías, diccionario

completo de las palabras mundanas? ¿No será tal vez más que una parodia? ¿Es

posible que haya encontrado una solución a la adivinanza? ¿Es posible que haya

descubierto su nombre verdadero? Las horas corren: ha olvidado que desde hace

tiempo la esperan en casa, adonde vinieron dos vecinos y en donde se está hablando

precisamente de ella.

—¿Qué hacer? Tatiana ya no es una niña —dijo la viejecita, suspirando.

—Olenka es más joven que ella.

—Desde luego, ya es hora de casarla; pero ¿qué voy a hacer con ella? A todos, sin

más ni menos, les contesta: «No quiero casarme». Todo el tiempo está triste y

solitaria, errando por los bosques.

—¿No estará enamorada?

—¿Y de quién? Buyanov la pretendió, aunque fue rechazado; Iván Petuchkov,

igualmente. El húsar Pijtin, que pasó algunos días en nuestra casa, quedó seducido

por Tania, y se deshizo en galanterías. Yo pensaba que tal vez quisiera ella casarse;

pero ¡qué va!, de nuevo no resultó nada.

—Pero, madrecita, ¿por qué no te vas a Moscú? ¡No está tan lejos! Allí dicen que

hay muchos sitios para divertirse.

—¡Ay, padrecito, las rentas producen tan poco!

—Lo suficiente para pasar un invierno; y si no, os prestaré lo que haga falta.

A la viejecita le gustó mucho este consejo sensato, y se puso de acuerdo,

decidiendo en el acto ir a pasar el invierno en Moscú.