CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 59

Tatiana, con los ojos conmovidos, mira todo a su alrededor, y todo le parece

inapreciable, todo aviva su triste alma con martirizadora alegría: la mesa con la

lamparilla apagada, el montón de libros y, debajo de la ventana, la cama cubierta de

un tapiz; el paisaje que se extiende a través del crepúsculo de la luna, esta pálida

media luz; el retrato de lord Byron, y la figurita de hierro, con su rostro sombrío bajo

el sombrero, con las manos apretadas sobre una cruz. Tania, durante mucho tiempo,

se queda como fascinada en esta celda mundana. Pero ya es tarde; se ha levantado un

viento frío; el valle, a lo lejos está oscuro; el bosquecillo duerme; la luna, sobre el río

brumoso, se ha escondido detrás de las montañas, y ya es hora, desde hace tiempo, de

que la joven peregrina regrese a su casa. Tania, disimulando su turbación, y no sin

suspirar, emprende el camino de vuelta; pero antes pide permiso para visitar el

castillo desierto y leer sola los libros. Se despide del ama de llaves en la puerta.

Al día siguiente, por la mañana temprano, se presentó de nuevo en la entrada

abandonada desde hace poco, y, al cabo, sola en el gabinete silencioso, olvidándose

por un momento de todo en el mundo, se puso a llorar durante mucho rato. Después

se acogió a los libros; al principio no se sintió con fuerzas para ello; su elección le

parecía rara. Con el alma llena de avidez, Tatiana se entregó, por fin, a la lectura, y un

nuevo mundo se abrió ante ella.