Tatiana, con los ojos conmovidos, mira todo a su alrededor, y todo le parece
inapreciable, todo aviva su triste alma con martirizadora alegría: la mesa con la
lamparilla apagada, el montón de libros y, debajo de la ventana, la cama cubierta de
un tapiz; el paisaje que se extiende a través del crepúsculo de la luna, esta pálida
media luz; el retrato de lord Byron, y la figurita de hierro, con su rostro sombrío bajo
el sombrero, con las manos apretadas sobre una cruz. Tania, durante mucho tiempo,
se queda como fascinada en esta celda mundana. Pero ya es tarde; se ha levantado un
viento frío; el valle, a lo lejos está oscuro; el bosquecillo duerme; la luna, sobre el río
brumoso, se ha escondido detrás de las montañas, y ya es hora, desde hace tiempo, de
que la joven peregrina regrese a su casa. Tania, disimulando su turbación, y no sin
suspirar, emprende el camino de vuelta; pero antes pide permiso para visitar el
castillo desierto y leer sola los libros. Se despide del ama de llaves en la puerta.
Al día siguiente, por la mañana temprano, se presentó de nuevo en la entrada
abandonada desde hace poco, y, al cabo, sola en el gabinete silencioso, olvidándose
por un momento de todo en el mundo, se puso a llorar durante mucho rato. Después
se acogió a los libros; al principio no se sintió con fuerzas para ello; su elección le
parecía rara. Con el alma llena de avidez, Tatiana se entregó, por fin, a la lectura, y un
nuevo mundo se abrió ante ella.